Hablar siempre ha sido fácil. A veces nos enredamos en las palabras sencillas y no caemos en que nos está arrasando la vida, con o sin ellas. La vida no siempre sigue. No puedes decir que La vida sigue cuando hay hechos que la cercenan, la agotan, la revierten, la cubren de dolor.
Hay vidas deshechas y desamparadas. Hay ocasiones en las que el camino se trunca de manera radical y no podemos hacer nada para combatirlo. Sólo aceptar en silencio la derrota y continuar, sí, pero no sigue la vida. Sigue uno mismo, porque no le queda otra si quiere seguir en esta jungla, pero no sigue esa vida que había tejido con el paso del tiempo. Se rompen los hilos. Y hay que volver a hilar lo que ya se hiló pero con el corazón destrozado y la ilusión mermada.
No es pesimismo, es consciencia de la realidad. Claro que sigue, pero jodiéndonos, cuando no se quiere que lo haga. Cuando todo lo que uno quiere es una paralización eterna, una respiración que dure siempre. El tiempo goteando en la nuca, pero el cuerpo inmóvil, porque la vida ha dejado de seguir. Porque, en esos momentos, sólo en la más estúpida suspensión de todo y de todos hallamos descanso. Sin embargo, hay que seguir. Y ahí está la esencia de nuestra supervivencia. En que estamos obligados a hacerlo.
No es el fin del mundo siempre que se pueda seguir. Pero no es lo mismo, no sigue la maldita misma puta vida. No sigue sin más. Es otra, más descolorida y envejecida, con la que debemos dormir aunque de primeras su presencia pegada a la piel nos hiele la sangre.
21 Grams |