viernes, 24 de enero de 2014

Elegí tener una vida que me perteneciera sólo a mí.

Tengo una vida. A veces me estresa e incluso puede hacer que me sienta agobiada, pero tengo una vida. De vez en cuando se me juntan los ensayos de teatro con las prácticas de la universidad, algún reportaje al que le quedan las últimas pinceladas, unas fotos que tengo que retocar, las clases de francés o la llamada que le debo a una amiga. Por eso puedo llegar a agobiarme, pero, ¿no sería horrenda la total ausencia de todas esas cosas?

Tengo una vida. Como también la tenía cuando decidí irme a Irlanda con una beca porque si no no habría podido vivir en Dublín durante casi un mes y volví con el espíritu nuevo. También la tuve cuando una agencia de noticias me contrató como becaria y pasé el verano aprendiendo y recorriéndome ruedas de prensa. Cuando ahorré para comprarme una cámara. O cuando tomé una de las decisiones más difíciles de mi vida y me quedé un año más en la capital. 

Tiene tantas cosas buenas como malas. ¿A quién le podría gustar trabajar en algo que no es lo suyo, perdiéndose en los almacenes subterráneos de un Alcampo para montar un stand de cartón y pintándome la raya y los labios sólo porque debo ir así a trabajar? Pero, meses después, pude coger un avión que me llevó a Manchester y de ahí al oxígeno del norte. Porque así lo quise.

Escogí tener una vida en lugar de refugiarme en el rencor y el desencuentro constante. Decidí sacudirme el polvo de tristeza y comenzar una vida, la mía pero otra, y encaminarla para que no pudiera volver a tropezar dolorosamente. O, al menos, no de la misma manera. En esta vida que tengo, puedo mirar atrás sin arrepentirme y sin espantar a la sombra que me sigue a todas partes, cosida a mis zapatos como siempre.

Podría arrepentirme de esos tres años que entregué a alguien que no lo merece, pero tengo la claridad suficiente como para saber que ese tiempo me hizo ser como soy ahora. Y no me arrepiento de la persona que soy. Porque reflejados en los pozos de mis ojos veo a los míos; ellos también son parte de lo que soy. Porque al igual que tengo una vida, elijo quién entra en ella. Y quién se queda. Como aquellos que van a recorrer metros o kilómetros sólo para conocer una parte tan esencial de mi existencia. A ellos podré mirarlos a la cara y saber que su sonrisa es sincera.

No podría imaginarme sin mis pasos apresurados a un ensayo de Ícaro, o sin las cervezas de después, las risas cuando alguien espera hacerte llorar, el cielo de Madrid o el viento inigualable de Zaragoza. Porque todo eso es mi vida. Sólo soy yo quien puede decidir si convierte en mofa un intento frustrado de sufrimiento infligido o si alguien duerme esta noche en mi cama.

En lugar de quedarme en el hastío y en culpar al universo de un complot contra mi felicidad, decidí que -tal vez- era yo la que debía hacer algo. Por eso lo hice. Elegí tener una vida que me perteneciera sólo a mí.

martes, 21 de enero de 2014

(Se seca una lágrima)

JULIA: ...Siento asco de mí. Sé todo el daño que os he hecho y siento asco de mí.

(Silencio. Pitidos largos. JULIA se pone de pie frente a la ventana.)

TINA: Me parece que ha llegado el momento.

Versos amebeos.

                 II

He aquí que, tras la noche,
llegas, día.
Golpea hoy con tu gran aldaba de luz mi pecho,
entra con todo tu espacio azul en mi corazón
    ensombrecido.
Que levanten el vuelo los pájaros dormidos en mi alma,
que llenen con su alegre griterío la mañana del mundo,
de mi mundo cerrado
los domingos y fiestas de guardar
secretos indecibles.

Hágase hoy en mí tu transparencia,
sea yo en tu claridad.
Y todo vuelva a ser igual que entonces,
cuando tu llegada
no era el final del sueño,
sino su deslumbrante epifanía.

                                                                           ÁG.

miércoles, 15 de enero de 2014

Colinas.

- Te pasas el tiempo quejándote de una vida normal, y, cuando por fin eso cambia, rechazas lo que te está ocurriendo. Es curioso, ¿no?

Arturo contemplaba a su amigo Andrés con expresión seria. No supo muy bien cómo reaccionar, así que se limitó a poner su mano en la espalda de Andrés, y esperar a que siguiera hablando. Pero no volvieron a salir palabras de la boca de su amigo, quien se había quedado con la mirada perdida en un punto fijo, arrasado por el torrente de los recuerdos actuales, esos que ocurren en el momento preciso en que se piensan, y ante cuyo acoso nadie puede hacer nada. Sólo tragar saliva.

- Ya no puedes hacer nada, Andrés. No te machaques por eso...
- No es justo, ¿sabes? Quiero decir... ya sé que no debería lamentarme... que preguntarme si es justo o no, pero...

Entonces es cuando Andrés rompió a llorar. Sus hombros comenzaron a convulsionarse y Arturo lo notó en su abrazo. Los sollozos ahogados en seguida se conviertieron en un llanto desesperado que Arturo no sabía cómo parar. Andrés se tapó la cara con las manos, fuertes, a pesar de su aspecto trémulo.

- Pero, ¡no es justo! - continuó con la voz entrecortada colándose a través de las rendijas que dejaban sus dedos. - Somos gente buena, no hacemos daño a nadie, tenemos una vida normal, sencilla, y sin embargo...

Arturo intentó calmarlo pero fue inútil. Se inquietó ligeramente por si estaban armando escándalo pero al segundo decidió que no tenía importancia, que había cosas más importantes que una tranquilidad perturbada cuando en sus manos se estaba deshaciendo el corazón de un amigo y se sentía incapaz de remediarlo. La vida a veces dicta pruebas que pillan a uno desprevenido incluso cuando se tratan de algo tan cotidiano y tan real como la muerte.

A Arturo nunca le había gustado la muerte. Cuando tenía cinco años su abuela paterna había muerto de un infarto y después de que unos trescientos tíos lejanos le revolvieran los rizos morenos y casi socavaran su cráneo decidió que cualquier velatorio se parecía más al recuerdo de un circo que al de un ser querido. Sus padres no le dejaron ver el cadáver de su abuela pero años después sigue prefiriendo no verlos porque no quiere que la garra de la dama de negro distorsione el sonido de la risa de esa persona que él atesora en la memoria. Se sentía preparado para la muerte, para afrontarla. Sin embargo, para Arturo había algo peor que la muerte que estruja el alma: aquella que no destroza el alma propia, sino la de alguien cercano. Nunca sabía cómo manejar esas situaciones. ¿Cómo se podían poner palabras a algo tan visceral, tan básico, tan natural, contra lo que no se podía hacer absolutamente nada? ¿Qué sensatez cabía? ¿Qué consuelo? 

Por eso él siempre quería estar solo cuando algo así ocurría; para que nadie tuviera que encargarse absurdamente de él. Pero aquella mañana su teléfono había sonado y la voz helada de Andrés no le hizo dudar ni un minuto. Así que allí estaba. En un circo más, sin rizos morenos porque ya no llevaba el pelo largo, pero con la misma sensación de deshumanización que le había embargado cuando solamente tenía cinco años.

Andrés ya se había calmado un poco mientras Arturo rememoraba todo esto. Los dos amigos estaban sentados en un banco cercano a las puertas de cristal negro del velatorio. Era una inusualmente soleada mañana de diciembre, y en ese sol que apagaba un poco el frío del invierno Andrés quiso ver en vano una señal de aliento. ¿Cómo iba a continuar su vida normal así? ¿Cómo se sale adelante cuando pierdes la mitad de tus adentros? En los ojos azules de Arturo clavados en él con preocupación supo leer, a pesar del Valium, que sabía lo que estaba pensando.

Como guiadas por el hilo de los pensamientos de ambos, las puertas mortecinas del complejo se movieron y de ellas salió corriendo una figura menuda y nerviosa, de apenas un metro, que saltó sobre Andrés y clavó sus pequeñas garras en su espalda para que nadie pudiera llevárselo de ahí. Andrés rodeó su cuerpo con un brazo y con el otro se secó las lágrimas del rostro mientras Arturo se apresuraba a darle un pañuelo de papel.

- No te encontraba... No te encontraba y tenía miedo, papá. No me dejaban venir a buscarte.

Andrés lo abrazó con una fuerza mayor y en ese gesto encontró una fuerza bien conocida que lo ayudó a ponerse en pie. Le hizo un gesto a Arturo pero éste le dijo que entraría más tarde, que fueran ellos por delante. La expresión de los dos amigos se unió momentáneamente por una medio sonrisa y Andrés se alejó con su hijo. Se quedó unos minutos con la vista fija en el verde brillante de las colinas y no supo si la visión era esperanzadora o siniestra. Definitivamente ese no era su sitio. Arturo se frotaba las manos de manera mecánica para entrar en calor sin poder dejar de contemplar ese brillo casi fantasmal. Pero el frío estaba adentro, más adentro.

(...)

lunes, 13 de enero de 2014

Hace ya demasiados años conocí a Ángel González. No sé adónde iría, pero el caso es que él estaba apoyado en el cristal del autobús. Fue el primer poema que le conocí, en un folio pegado a la ventana con un dibujo que ya no logro ver en la memoria. Recuerdo que me sorprendí por que el ayuntamiento de Zaragoza hiciera algo que promoviera la cultura. Leí el poema y lo guardé. Y aquí sigue. Sigue en parte para hacerme ver cómo depende la percepción de lo que siente uno mismo, así como de cómo es en dicho momento. La mindundi adolescente y enamorada que cogió ese autobús hace años leyó Amor en las palabras de Ángel González. Cómo iba a leer otra cosa, claro, si en aquella época la pobre tenía que amar por dos, ante el pasotismo y la incompetencia del otro. Todos hemos sido jóvenes, muy jóvenes, y todos hemos cometido amargos errores cegados por la ilusión y la mentira. Hoy, sin embargo, leo otras cosas. Más que Amor leo Pasión y Lujuria, Frío, Represión y Soledad. Y me leo a mí. Una Elena de otro tiempo.


Inventario de lugares propicios al amor

Son pocos.     
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia (con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
-sin interés alguno-
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿A dónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.
Ángel González

jueves, 9 de enero de 2014

La escritura me ha dado muchas cosas; algunas buenas, otras no tan buenas, otras engañosas, otras curiosas. Cuando uno escribe para que alguien lo lea suele entusiasmar el hecho de que alguien responda que el texto le ha ayudado o se ha sentido identificado. Pero lo que nunca podría haberme imaginado es que la escritura me iba a dar unas palabras de aliento de alguien que se hizo llamar, sencillamente, Anónimo. Entonces se convirtió en El Anónimo de mi espacio. Meses después dirigí unas palabras exclusivamente a él, con la esperanza vaga -porque era poco probable-, de que me leyera y lograra saber quién era.

La magia existe y por eso acabé conociéndolo. A El Anónimo de mi espacio. Y años después he reído y llorado con él, se me ha cargado a la espalda en muchas ocasiones, le he dibujado, he compartido cafés, sonrisas y cervezas, nos hemos distanciado, pero... Pero siempre vuelve. Siempre volvemos.

Por eso quería interrumpir la línea habitual que sigue este espacio. Porque fue a través de la palabra como te encontré (aunque más bien me encontraste tú a mí) y vas a estar siempre ligado a ella, de una manera u otra.

Felices 24, Anónimo -amigo- de mi espacio. Esta sonrisa es tuya (aunque es infinitamente mejor tu sonrisa de payaso).


viernes, 3 de enero de 2014

Time can bring you down
Time can bend your knees
Time can break your heart
Have you begging please,
begging please.