Tengo una vida. A veces me estresa e incluso puede hacer que me sienta agobiada, pero tengo una vida. De vez en cuando se me juntan los ensayos de teatro con las prácticas de la universidad, algún reportaje al que le quedan las últimas pinceladas, unas fotos que tengo que retocar, las clases de francés o la llamada que le debo a una amiga. Por eso puedo llegar a agobiarme, pero, ¿no sería horrenda la total ausencia de todas esas cosas?
Tengo una vida. Como también la tenía cuando decidí irme a Irlanda con una beca porque si no no habría podido vivir en Dublín durante casi un mes y volví con el espíritu nuevo. También la tuve cuando una agencia de noticias me contrató como becaria y pasé el verano aprendiendo y recorriéndome ruedas de prensa. Cuando ahorré para comprarme una cámara. O cuando tomé una de las decisiones más difíciles de mi vida y me quedé un año más en la capital.
Tiene tantas cosas buenas como malas. ¿A quién le podría gustar trabajar en algo que no es lo suyo, perdiéndose en los almacenes subterráneos de un Alcampo para montar un stand de cartón y pintándome la raya y los labios sólo porque debo ir así a trabajar? Pero, meses después, pude coger un avión que me llevó a Manchester y de ahí al oxígeno del norte. Porque así lo quise.
Escogí tener una vida en lugar de refugiarme en el rencor y el desencuentro constante. Decidí sacudirme el polvo de tristeza y comenzar una vida, la mía pero otra, y encaminarla para que no pudiera volver a tropezar dolorosamente. O, al menos, no de la misma manera. En esta vida que tengo, puedo mirar atrás sin arrepentirme y sin espantar a la sombra que me sigue a todas partes, cosida a mis zapatos como siempre.
Podría arrepentirme de esos tres años que entregué a alguien que no lo merece, pero tengo la claridad suficiente como para saber que ese tiempo me hizo ser como soy ahora. Y no me arrepiento de la persona que soy. Porque reflejados en los pozos de mis ojos veo a los míos; ellos también son parte de lo que soy. Porque al igual que tengo una vida, elijo quién entra en ella. Y quién se queda. Como aquellos que van a recorrer metros o kilómetros sólo para conocer una parte tan esencial de mi existencia. A ellos podré mirarlos a la cara y saber que su sonrisa es sincera.
No podría imaginarme sin mis pasos apresurados a un ensayo de Ícaro, o sin las cervezas de después, las risas cuando alguien espera hacerte llorar, el cielo de Madrid o el viento inigualable de Zaragoza. Porque todo eso es mi vida. Sólo soy yo quien puede decidir si convierte en mofa un intento frustrado de sufrimiento infligido o si alguien duerme esta noche en mi cama.
En lugar de quedarme en el hastío y en culpar al universo de un complot contra mi felicidad, decidí que -tal vez- era yo la que debía hacer algo. Por eso lo hice. Elegí tener una vida que me perteneciera sólo a mí.