Podrían acusarme de ignorante y no andarían desencaminados, en realidad. No he vivido tanto, no sé tanto de la vida, pero, envuelta en este afán tan primitivo de clasificar y separar a los seres humanos, creo que conforme pasan los años voy pensando con más decisión y conocimiento que para mí existen dos tipos de personas. Están los que han sufrido y emplean esos recuerdos dolorosos para ser mejores personas y, en el lado opuesto, se hallan todos aquellos que creen firmemente que pueden comportarse mal poniendo de excusa sus vivencias más oscuras.
Los primeros se levantarán con ganas de tomar la dirección opuesta a ese dolor y aprenderán cómo no quieren ser y cómo no quieren acabar mientras optan por no responder a la maldad y la amargura de los que los han dañado. Por su parte, los segundos afilarán los dientes tras el traspiés y se alzarán con ganas de venganza, de desparramar su malicia a su paso y creerse -y esto sí es triste y venenoso- con legitimidad para hacerlo, porque, si ellos han sufrido, ¿acaso no lo merecen también los demás?