- ¿Estás triste?
- No lo sé... ¿Recuerdas esa peli que vimos en la que él corría detrás de ella para alcanzarla antes de que cogiera un avión?
- Sí, claro. ¿Por?
- ¿Tú correrías por mí?
- ¿Cómo?
- Detrás de mí, supongo.
- Pues, supongo...
- Sé que no.
- ¿Cómo puedes saber eso?
- Porque lo sé. Porque nunca lo has hecho, y sin embargo sí que has elegido no correr siempre. ¿Entiendes? Pero no pasa nada, yo te quiero igual, sólo que, a veces...
- No entiendo a qué viene esto. No puedes saber si voy a echar a correr o no, supongo.
- Mi cuerpo lo sabe, no sé cómo, pero lo sabe, y por eso duele un poquito cada vez que lo pienso.
- Bueno, ¿y a veces qué?
- ¿A veces?
- Ibas a decir algo.
- Ah... Pues que a veces me da miedo esa sensación, porque me duele, me desubica y no sé muy dónde me deja. ¿Correrías por mí? Sé que no, y esa respuesta me deja triste.
- ¿Y qué hacemos?
- No podemos hacer mucho.
- ¿Tú crees?
- Supongo.
- ¿Pero y acaso tú corres mucho detrás de mí?
- Yo sólo sé que me da miedo darme cuenta un día de que he perdido las ganas de correr. ¿Qué pasará entonces?
- No tiene por qué pasar nada, ¿no?
- ¿Hasta qué punto tendría sentido que yo perdiera las ganas de correr por esto? ¿Tendría derecho a ello? ¿Tengo acaso derecho a estar triste porque sé que tú no vas a echar a correr nunca para detenerme?
- Te repito que no puedes saber eso.
- Bueno, pero lo sé. No puedo dejar de pensar que lo sé.
- ...
- ¿Y qué hacemos con esto? ¿Qué podemos hacer? ¿Tiene sentido que yo esté con alguien que me produce esta tristeza y que tú estés con alguien que te dice que tienes algo que le lleva a estar triste? ¿No merecerías estar con alguien que no tuviera estas sensaciones?
- Pero me has dicho que me quieres igual.
- Y te quiero igual.
- ¿Entonces?
- No sé. ¿Y si un día todo esto se hace demasiado grande?
- No tiene por qué...
- Voy a irme, ¿vale?
- Vale.