martes, 22 de octubre de 2019

Estoy leyendo un libro que me dejó Sara hace siglos. Está narrado en forma de diario personal, y el tipo de narración contagia. Dan ganas de ponerse a escribir igual.

Justo hoy me ha preguntado Lucía que qué puede hacer en Barcelona, y yo le he dicho que en este libro se nombran infinidad de garitos alternativos. Me ha hecho gracia la coincidencia.

Lleva toda la mañana lloviendo y a mí me sigue encantando ese hueco que improvisamos en el salón para colocar mi escritorio y toda mi parafernalia desordenada. Tengo la ventana justo al lado y se cuela el ruido de la lluvia y también ese frío pálido que siempre hace cuando llueve. Incluso en verano.

Me encantan estas vistas. Son vistas de un barrio viejo pero forzadamente cambiante. Ante mí tengo decenas de ventanas, desde donde se me puede espiar de la misma manera en la que yo observo a la gente que se asoma. Una mujer justo en frente, a apenas unos metros, que sale a tender a menudo y que otras veces se asoma a una ventana más pequeña, parece de algún tipo de buhardilla, y fuma en silencio.

Mucha gente me pregunta estos días que qué tal estoy, que cómo estoy llevando todo. La verdad es que me sorprendo a mí misma encontrándome bien, tranquila, llena de energía y de ganas que todavía no tienen un objetivo concreto. Eso es bueno. Aprovecho ese estado de actividad porque llevaba unos meses sin él. Aunque ayer me dio un bajón, un bajón por el futuro, por vivir en un sitio donde no sea este. Entonces Anthony y yo caminamos en silencio un rato muy largo, él esperando con paciencia y yo teniendo debates en mi cabeza. Luego fuimos a comprar, pero por el camino él pidió falafel y patatas para cenar. Luego agarró un par de mantas, ya en casa, y me hizo el sushi. También me lo hizo en el Mercadona, como pudo. Me arropa con lo que pilla, enrollándome como si fuera sushi, y me abraza en silencio. Gracias, Trid, por la bonita sugerencia.