Mis amigas me enseñan a abrazar, pero a abrazar de una manera diferente, a abrazar de una forma en la que parece que el tiempo se detiene. A juntar los cuerpos sin ninguna prisa en separarlos, y rodearnos con los brazos haciendo notar en nuestro tacto que estamos aquí y que no nos vamos a ir a ningún sitio. Da igual que estemos en medio de un bar, en un parque con los rayos de sol calentándonos las espaldas o en mitad de una calle concurrida; mis amigas me han enseñado a abrazar con calma, con la tranquilidad que todas nosotras merecemos para nuestras vidas, y a esperar a que todo lo que sucede a nuestro alrededor se adapte a esos instantes en los que nos abrazamos con fuerza y se nos olvida que el día sigue zumbando en nuestros oídos.
Por eso, ahora se me hace difícil tratar de comprender los abrazos con prisa, esos que parece que una da casi por compromiso. Después de acaparar miradas porque estábamos en una terraza y de repente nos hemos puesto de pie para abrazarnos y descansar la una en la otra el tiempo que nos haga falta, esos gestos que se hacen con rapidez, algunas veces acompañados de palmadas extrañas en los hombros, es como si supieran a poco. Como si dejáramos a medio curar una herida.
Anoche le dije a una de ellas: He aprendido tanto de vosotras. Y es complicado describir todas las implicaciones de esa frase, porque anidan muy en el centro, muy en el núcleo, pero sí puedo traducir en palabras que desde que mis amigas me enseñaron a abrazar así soy capaz de caminar con mayor firmeza y de ignorar algunos embates de la vida que en ocasiones vienen a arrugarnos el alma, a obligarnos a tragar con la falsa creencia de que tenemos prohibido habitar y abrazar y compartir la vida de la manera que nosotras necesitemos.
Pienso sobre el valor que le damos al tiempo, a veces incontrolable y desmesurado porque no nos queda otra, y me invade la sensación de que invertir tantos segundos en un abrazo puede ser revolucionario. Porque es posible que con este trajín que puede engullirnos de vez en cuando se nos olvide que estamos aquí para cuidarnos, para apoyarnos en los hombros de las otras cuando así lo sentimos y ofrecer nuestras manos siempre dispuestas a calentarnos las mejillas y el centro del pecho, justo alrededor del esternón.
Abrazar y dejarse abrazar -al final es algo bidireccional, no lo olvidemos- es una revuelta ante lo establecido, una rebeldía ante todo lo plomizo que quiere atenazarnos.
Mis amigas me han enseñado y me seguirán enseñando a abrazar, formando entre todos nuestros pedacitos un mosaico de luz atravesado por miles de conexiones que nos recuerda que nuestros pies están en la tierra y nuestras manos nunca solas. Así que sí, seguiré celebrando aquellos momentos en los que el reloj se detiene y no hay nada más que nosotras hablándonos y escuchándonos en silencio, vinculadas por medio de nuestros cuerpos y nuestras respiraciones acompasadas, y sintiendo que no hay absolutamente ninguna prisa en que ese instante fugaz y sanador finalice (así que perdónanos, persona aleatoria que pasaba por allí y a la que le cerrábamos el paso, pero es que nos estábamos abrazando).