Cada vez que ocurre algo que escapa a mi control y me desestabiliza me acuerdo todavía más de ti. Y en ese proceso me pregunto si estoy instrumentalizando tu recuerdo, aunque sé que no, y esa perspectiva me aterra porque no quiero que seas el ancla que me sujete al noble y desgraciado arte de la relativización. Es como si al encontrarme de nuevo contigo lo doloroso me resbalara en cierta medida, porque me doy cuenta de nuevo que desde que no estás mis pies se sujetan a la tierra de una manera diferente.
No quiero que seas el elemento que me lleve a invocar que no hay dolor que supere el de no poder volver a verte jamás. No quiero ser injusta conmigo: sé que no eres eso. Pero en días así, en los que estás tan presente y me cuesta tanto que mi pecho se mantenga en su sitio, me enredo en pensar en todo lo que no quiero que seas porque en realidad lo único que me sale querer es que sea una tarde ya oscura de otoño y, estando las cinco hasta el coño de la vida, nos juntemos para pedirnos una cerveza -la tuya con limón- y escucharte hablar de que han vuelto a confundirte con una alumna mientras te lías un cigarro y pensamos que esos momentos no van a parar de llegar nunca.