Hace ya tiempo escribí un relato para terminar el año en el que me sentaba en una cafetería con un gran ventanal que daba a una playa del norte para tomar un café y charlar brevemente con Mónica, la protagonista de Puente. Me dio algo de calor elevar y traducir en palabras esa fantasía, e imaginarnos a las dos como iguales, conversando con algo de timidez pero con la complicidad absoluta de quienes saben que forman parte la una de la otra de manera irremediable.
Hoy en mi cabeza se dibuja una estampa de calles empedradas y lamidas por una lluvia fina, con las luces decorativas acordes a estos tiempos parpadeando en las esquinas y la noche temprana del invierno abrazando los pasos apresurados de tantas personas que caminan pensándose ya protegidas del frío. Allí nos he visto a los dos, dedicándonos tiempo durante un momento antes de marchar a nuestras respectivas responsabilidades familiares y festivas. Sin impaciencia y con la comodidad de quien puede verse casi cada día, sin la obligación de cuadrar horarios y contar cada moneda y depender de las ventanas que abra la planificación de esa aerolínea de bajo coste que ya casi todas conocemos de sobra. Ha sido bonito pensar que en un mundo paralelo quizás era posible escaparnos diez minutos; lo justo para darnos un abrazo, chocar nuestras narices heladas y besarnos unas cuantas veces con dulzura y calma, como si nuestros labios no llevaran meses sin conocerse y tuvieran complicado conseguir el privilegio de coincidir de manera corriente en tiempo y espacio.