Tal vez es envidiado por sus cabellos, sin asomo de cana alguna aun teniendo en cuenta su edad, cercana ya al medio siglo, y de un negro azabache que se mantiene ahí, impasible, por muchos años que pasen.
Aunque su curiosidad sea desemesurada, sólo él sabe cómo de grande es. Jamás lo verás interesándose por algo de la vida de los que le rodean, de los que comparten su sangre, y que cataloga como ajeno. No obstante, sonreirá correspondiendo a tu relato cuando seas tú el que decida contarle lo que sea. Porque te apetece, porque hoy te sientes así, porque sí. Pero nunca va a intentar sacarlo con sacacorchos. Es un respetador nato del silencio y, a veces, que no supere esa barrera de intimidad que tiembla cada vez que alguien te lanza una oración interrogativa es algo digno de agradecimiento.
Porque le dices Me voy, que tengo que ayudar a un amigo, y se contenta. Ni sus palabras trepan para saber el nombre de aquel amigo, ni te lanza una mirada acusatoria por las pocas frases que has dedicado para informarle. Confía en ti y, por tanto, no necesita exigirte horas de llegada, puesto que él sabe que estás bien enterado de tu toque de queda y que, aunque te pases unos minutos, sabrás respetarlo.
Te respeta. Y respeta tu criterio, tus andanzas, tus equivocaciones.
Y sabe tomarte de la mano en el momento exacto en que lo necesitas, aunque muchas veces tu sangre hierva ante sus impresiones y no puedas musitar un Estoy de acuerdo. Aunque choquéis. Aunque pienses que es curioso que vuestras ideas hayan llegado a ser tan diferentes.
La mayoría de tus recuerdos tienen su nombre. No puede decirse que todos sean buenos o fructuosos, pero tienen esa chispa que reside en sus ojos oscuros y que tanto envidias.
¿Por qué no me he llevado sus ojos y su color de pelo?, te preguntas de vez en cuando, cuando te sientes pletórico y te apetece darte una vuelta por tu anatomía.
Y gozas de su testarudez, casi siempre. Y de esa aparente fuerza que por tus entrañas se torna en debilidades, en macizos polares desquebrajándose.
A veces sonríes porque piensas que toda su paciencia te la has llevado tú en determinadas ocasiones. Que, a parte de este don transferido, sin él no devorarías más libros que alimentos sólidos y que, probablemente, no estarías escribiendo aquí y ahora. Porque guardas celosamente la primera vez que te llevó de la mano al magnífico laberinto de estanterías que contenían, sencilla y complejamente, libros. Y la sensación de orgullo que sentiste cuando acabaste el primero, el primer libro entero en una sola tarde. Agradeces extremadamente que este recuerdo se mantenga intacto en tu mente, a pesar de que hayan pasado ya unos años que se llevaron tu infancia.
Imitarlo en su costumbre de apuntar todos, todos, los amigos de papel que vas conociendo. Lamentablemente, naciste más despistado que él y olvidas muchos. Y sonreír cuando lees los datos del primero, aquel que va de la mano del inicio de una pasión que sigue creciendo.
Porque adoptas su misma posición cuando algo te hiere por dentro. En silencios se envuelve pero habla por su mirada, que a pesar de no aparecer empañada duele mucho más que si lo estuviera. Porque cuando se enfada se enfada con el mundo. Como tú. Porque, en la mayoría de las veces, no puede evitar que la sinceridad se adueñe de él y soltar todo lo que le reconcome su estabilidad. Como tú. Y porque también te ha legado esa manía de, por cada cuatro palabras, incluir una malsonante.
Sigue presentándose muy a menudo como un desconocido, por muchos años de vida que lleves cabalgando a su lado, y viceversa. A veces sientes que no os conozcáis más, pero estallas a reír cuando tiene una ocurrencia o te cierras en banda cuando sus palabras ácidas te ofenden y, entonces, comprendes que no hay tanta distancia entre vosotros.
Te sigue pareciendo curioso que su mente vuele muy lejos cuando observa en esa caja de fantasías a once jugadores contra otros once usurpar un manto verde y perseguir una pelota. Eso que suele llamarse fútbol. O cuando está inmerso en esa lectura que a ti se te antoja a años luz de lo que te gusta pero, sin embargo, intuyes que acabará seduciéndote.
Y que en esos momentos se desconecte del mundo y te sorprendas hablándole sin que te escuche. Tan solo oyendo una voz que ya forma parte de su existencia. Y es cuando compartes una mirada cómplice con otra persona que se sienta a tu lado y le dices, elevando ligeramente la voz e inclinándote hacia él, sabiendo la respuesta pero usando la pregunta como llamada de atención...
-Papá, ¿me estás escuchando?