miércoles, 14 de mayo de 2008

El manto gris que se había atrincherado entre el cielo y la tierra se vio iluminado cuando vio la camiseta azul de ella, a lo lejos, abrirse paso entre la gente que salía y entraba apresuradamente del centro comercial. Llevaba días estudiando sus movimientos, sabiendo que esa tarde pasaría por ese paso de cebra doble justo a esa hora, que no lo miraría y que se marcharía mientras su melena ondeaba al viento. Como todos los miércoles desde que empezó a buscarla a tientas. Pero esta vez se había decidido a brillar, a conseguir que ella le mirara y confíar así en una posibilidad loca. ¿Lo recordaría?

No obstante, ahora no le importaba. Ya casi notaba los dos mechones que siempre llevaba tapándole la cara rozando sus manos, casi escuchaba la tierna voz que le recordaba. Había pasado algo de tiempo, eso sí... No sabía si seguiría sonando igual, a primavera y agua fresca, pero quería escucharla de nuevo. Recuperó la sonrisa que tanto le gustaba a ella para la ocasión, a pesar de que le llegó a parecer una provocación indeseada en su momento. Estaba muy cerca.

Ella caminaba presurosa, como siempre, con la vista agazapada en el horizonte, sintiendo la fina lluvia en los brazos descubiertos, escuchando el sonido que producían los bajos mojados de su pantalón contra el suelo una y otra vez. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en qué pasaría si lo volvía a ver, así que no se esperó para nada esa interrupción en su ensimismamiento, esa sonrisa tan detestable en la actualidad.

-Hasta luego, ¿qué tal?

-Hola. Bien... bien-siguió andando mientras le contestaba al aire. No se dio cuenta de quién era hasta que terminó de hablar. No se atrevió a mirar atrás, no se lo permitió.

Y de pronto, como una ráfaga de cierzo inclemente, los recuerdos azotaron todo su cuerpo, sin esperar ninguna petición de piedad. De súbito volvió de nuevo sus ojos castaños hacia dentro y se encontró en una adolescencia, la suya, recién estrenada; se vio delante de la pantalla del ordenador sonriendo inútilmente y mordiéndose los labios, visualizó los sueños que llevaban el nombre de aquel ser mientras le dolían otra vez. Saboreó, a su pesar, el veneno de las cicatrices. Maldijo aquel hasta luego escueto y malintencionado que había abierto esa caja de Pandora. Su caja de Pandora.

Aceleró el paso y se alejó lo más rápido posible del centro comercial, deseando no volverse a cruzar jamás con él. Ni en una tarde como aquella ni en sus recuerdos, aunque eso último iba a estar muy difícil.

Él la vio alejarse con la sonrisa en los labios. Había cambiado lo suficiente como para avivar en su interior el deseo de seguir con el juego, de tenerla aquí y luego allá, decirle las palabras indicadas, observar su reacción. Echó de menos los tiempos en los que ella habría hecho cualquier cosa por estar con él.

Deseó con todas sus fuerzas volverla a ver, intimidarla si había suerte. Volverla a ver tan niña y tan inexperta. Lanzó su deseo al aire para que se mezclara con la lluvia que caía, otra vez, del cielo gris. Sabiendo perfectamente que iba a chocar con la aversión de ella, con su miedo a otro encuentro. Sonrió de nuevo. Eso le divertía todavía más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este relato me ha recordado una situación insostenible que viví durante tres años más o menos con alguien que ejercía cierto poder sobre mí, al creerse poderosa. Ni que fuera una su perrito (Helena a Demetrio en El Sueño de Una Noche de Verano. W. Shakespeare).

Me ha gustado la naturalidad de los personajes, el que no entrara en juicio.

Un saludo.