Dicen que ha estirado las horas, peligrando en el abismo entre la petición y la exigencia. Cree que ha estirado la esfera del reloj para que le mienta e intentar suavizar la situación. Lo que no ha podido estirar es su semblante; es difícil para ella camuflarlo y presentarlo seco, sin ninguna tormenta bailando detrás del cristal transparente de sus ojos.
Se le han enquistado los gritos y las miradas dentro, muy pegados al alma, y ha intentado esconderlo tiñéndose de rojo y dejándose arder. Palabras impregnadas de veneno que retumban en las paredes. De vez en cuando le sigue doliendo, pero no hay pomadas ni operación común y realizable.
Ha roto la cerradura de su boca para así no tener que tragarse la llave. Engullirla significaría seguir teniéndola abierta. Antes de ello se ha relamido los labios y ha murmurado un par de juramentos entre agua y sal. Ha intentado evitar formularse las mismas preguntas que se acumulan en el bulto incómodo de su garganta. En vano, porque la han golpeado con violencia hasta que la duda se ha adueñado de todo el lado derecho de la cama.
Se ha equivocado y los labios le han sangrado por dentro de palabras que tendría que haber liberado, en lugar de escupirlas a duras penas, de desear unas gafas oscuras que la escusaran de esa chispa en sus pupilas. Ha temido dañar la puerta del mundo que le sirve de refugio, incansable, de duras manos y abrazos que invitan a pasar la noche allí y no volver a pisar este otro mundo. Evita tener que poner la palabra su delante de uno de los dos. Aunque sabe la respuesta.
Ha recogido en silencio los pedazos de la percha que ha roto al colgar su falda. La rabia quiso colgar el rostro serio, las ganas de que esto cambie, su infancia. Pero no pudo.