Se ganaba la vida narrando historias donde podía y siempre que alguien estaba dispuesto a escucharla. Por ello apreciaba su voz sobre todas las cosas; dulce y todavía niña, suavizando los oídos de aquellos que la buscaban o, con suerte, se topaban con ella un día cualquiera. Sin embargo, y para escozor de todos sus admiradores, jamás revelaba sus fuentes. De dónde venían sus cuentos, si eran suyos o prestados, o qué. No porque no quisiera celosamente, sino porque ella tampoco lo sabía.
Por eso el día que se quedó sin voz rozó la muerte con los dedos. Se creyó desfallecer mientras se peinaba el pelo sin descanso y nerviosamente. Estaba muda, completamente muda. Lloró. Estuvo llorando días y días con la esperanza de que alguna lágrima perezosa dejara de quemarle y le trajera algún sollozo en voz alta. ¿Qué podía hacer sin gritar siquiera? Para ella, ya no valía nada.
Un atardecer alguien atendió a las quejas de los que echaban de menos sus historias y la anhelaban indirectamente a ella. Alguien dijo que no se preocuparan, que él iba a arreglarlo. Era una persona fuerte, de voz grave, que imponía respeto y resultaba atractiva y misteriosa a la vista, con unos ojos brillantes en un destello infantil que se encendía si sonreía, alumbrando las calles grises y las pupilas descoloridas. Lo que las gentes no sabían es que ese hombre podría haberles dado de comer versos si hubiese querido.
Mientras ella seguía llorando y probando a articular palabras rotas, unos labios se le acercaron al oído y le dijeron que le daban su voz. Que no se alarmara por el tono, ya que en su garganta se tornaría grácil y transparente como siempre. En la penumbra ya marcada ella intentó mirarlo a los ojos y él le dijo que no necesitaba voz, que él rasgaba los silencios de otra manera. Por fin pudo sollozar y la chica le dio las gracias. Sin percatarse en ese momento de euforia y cansancio que volvía a hablar y que era él, el hombre fuerte y sin voz, el autor de los cuentos que ella contaba.
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