-Me llamaste, ¿verdad? Me atrevo a pensar que nunca has pensado en que una de las veces podría escucharte, y elegir tu voz entre todas las voces, y acudir a ti. Ah, mis pequeños. No te asustes, estoy atendiendo a tu plegaria, que se ha elevado como un canto hasta llegar a mis oídos. Soy alguien ocupado, creo que eso lo sabes, pero aquí me tienes, mi pequeño, mi dulce pequeño, ahora soy tuya. Sí, tuya en el breve instante en que conecten nuestras mentes y se apague una de las dos. Será breve, te lo prometo, pues en tu rostro no veo marcada ninguna situación que me obligue a alargarlo. Así es, mi asustado pequeño, a veces juego con ello. Todo lo que dicen de mí es cierto, pero al mismo tiempo se resume todo en una gran mentira. ¿Sorprendido? Oh, no llores... ¿A ella? La verás, claro que la verás, pero condenado a no poder tocarla ni besarla, mi niño. Pasará el tiempo y la verás con otros tras tu cárcel de cristal. ¿Que no es justo? Por qué. ¿Quién me ha llamado? ¿Por qué me has nombrado, por qué has mezclado en tu saliva nuestros nombres, si de verdad no lo deseabas? Las palabras cortan, pueden herir, sobre todo si están relacionadas conmigo. Pero basta ya. Ven conmigo, no puedes huir, ya me estás sintiendo, cierra los ojos, déjate ir, oh, mi ingenuo amor, ven a mí...
Temblando. Se quedó temblando cuando les comunicaron la noticia en el aula al día siguiente. Lo que más le dolió fue la indiferencia inhumana en algunos, mientras su labio inferior empezaba a temblar descontroladamente. Un escalofrío le recorrió siniestramente cuando pensó en el día anterior, en un día duro, una clase de Física demasiado cruel. Y del tono burlón de la primera frase, y de la triste despreocupación en su contestación.
-Oh, venga, muérete ya.
-Por mí, mañana mismo...