lunes, 26 de julio de 2010

Nos volvimos todos hacia ella, como siempre que sonaba un teléfono móvil en la biblioteca; resultado de la monotonía y el tedio del estudio: a cualquier sonido, nuestras cabezas se despegaban del libro de texto para buscar un resquicio de aventura que nos salvara de esa tarde tan igual a tantas otras. Por eso la miramos, y ella se disculpó en todas las direcciones por no haberlo puesto en silencio. No obstante, parecía nerviosa, como si esperara de verdad esa llamada. Colgó del susto, pero al minuto se levantó y salió de la sala para atender la llamada.

Me llamó la atención su ropa colorida: verde y rojo combinados en formas extrañas, con figuras que se extendían por su camiseta. Cuando se fue dejó ver su parte de la mesa, llena de apuntes desordenados y la carpeta a medio cerrar. Al fin volvió, pero muy sigilosa, y no mucha gente la miró. Yo sí. Porque traía la mirada perdida e iba dando pasos cortos mientras se tambaleaba y se apoyaba en las mesas para no perder pie, como si hubiera recibido un balazo mortal y las fuerzas se estuvieran escapando de su cuerpo junto con su sangre. Su expresión había cambiado, ya no había alegría, sino vacío. Y caminaba perdiéndose en ese mismo vacío, hasta que llegó a su mesa.

Recogió los apuntes tal y como estaban, y se llevó la carpeta, sin ni siquiera cerrarla. No los guardó, ni se los metió en el bolso; simplemente dio un par de manotazos para juntarlo todo y se marchó con el mismo paso tambaleante. Me quedé mirando unos segundos el pasillo por donde se había perdido, y al rato me fui, hambrienta y con ganas de disfrutar del resto del sábado.

Cuando salí del centro me topé con ella otra vez. Un hombre la sostenía en los brazos mientras ella luchaba por no partirse en dos y caerse de bruces al suelo. Se había puesto unas gafas de sol, pero no tapaban su rostro descompuesto ni los gemidos que salían de su boca. Desprendía ese dolor que te desconfigura la sonrisa, el que te hace sentir todos los músculos torcidos, el dolor que te atraviesa de verdad. Se le cayó la carpeta y el hombre la recogió mientras hablaba por teléfono, como si la cosa no fuera con él.

A los pasos volví la vista atrás para comprobar si seguía igual, y así era. Supe que ese llanto sólo podía llevar el nombre de ella, de la dama de negro, y sentí tanta pena que estuve tentada de volver sólo para abrazarla. Pero seguí caminando, ya sin hambre, con el recuerdo fresco. Tan fresco que me acuerdo hoy de ese día y todavía siento escalofríos.

2 comentarios:

Celia dijo...

Qué duro. A veces se nos olvida que todo es así, hasta que vemos a alguien tambalearse. O hasta que nos tambaleamos nosotros.

En fin, por otra parte, hace mucho que no nos vemos, y eso no puede ser :)tienes que contarme cómo te va, pero sin el filtro del blog ;)
un beso!

anny96 dijo...

olaa
uff.fue un poco duro,pero despues de todo asi es la vida
me gusto
bss