Sólo los cobardes huyen de sus problemas. Cuando algo va mal, echar a andar hacia el lado contrario sólo trae dificultades. Más problemas. Y al final huir de tanto se convierte en una odisea. Se deben enfrentar, por ellos: para que no te superen; por ti: por el respeto que te debes a ti mismo y que ignoras para poder escapar.
Él lo sabe. Se ha cansado de estar a su merced, y ya no puede más amándola y siendo maltratado por el mismo motivo. El tiempo le ha demostrado que no estaba a su favor, que esperar para ver si las cosas mejoraban sólo le ha traído más vejaciones y manipulaciones feroces. Mientras camina evoca su rostro y los ojos se le llenan de lágrimas. ¿Por qué ha de tornarse tan difícil lo que otros consiguen tan fácilmente? La sencillez siempre ha sido la mejor manera de resolver las cosas. Pero no lo escuchaba... Y él no quería verlo.
Tiene las manos congeladas. Ha salido a la calle sin abrigo porque sabía que si se paraba a ponérselo iba a cambiar de opinión. Tiene que hacerlo; es ahora o nunca.
Se cruza con una pareja que camina de la mano hasta que a ella se le engancha el tacón en una alcantarilla, él se para a ayudarla y ella lo besa suavemente en los labios. Observa ese gesto, ese gesto tan sutil y trascendente, y no logra entender por qué hay personas que tienen que sobrevivir a base de colocarse por encima de los demás. Se responde a sí mismo que es por desoír sus miserias, que así se creen alguien. Pero las respuestas no le sirven. En ocasiones tu personalidad no excusa la crueldad. Hasta el ser humano tiene sus límites, y uno de ellos es el que se ubica en las personas que te rodean: irrumpir en su vida es salirte de tu propio terreno, lo que te obliga a actuar en consecuencia.
Ya está cerca. Si no llega pronto sus entrañas se contraerán y estará atrapado para siempre. No quiere seguir esclavizado, aunque sea lo que más ame en este mundo. Por fin llega, llama al timbre y le hace subir. Le abre la puerta y se encuentra con esos ojos impenetrables, cobardes, artificiales. Podría haberte hecho ver cosas maravillosas, piensa. Se muerde los carrillos. Respira. Recuerda. Determinación.
-Vaya cara que traes... Das hasta asco.
El primer golpe. Esta vez sonríe. No se esperaba menos.
-Tú, sin embargo, estás preciosa. Como siempre.
-Eso no hace falta que me lo digas tú.
Ella se muere por que él la abrace, le susurre cuatro cosas y comience a desnudarla. Pero no puede salirse de su papel, de su fachada eterna, y tiene que aparentar que es una persona diferente, una que le ayude a tapar todos sus miedos. Él, como si le leyera el pensamiento, se acerca lentamente y posa sus manos en sus hombros. La mira, pero ella sigue fingiendo desinterés, aunque tiembla ligeramente.
-Perdóname por esto.
-No te voy a perdonar. Ni siquiera me importas para tener que perdonarte por nada- dice ella. Ni siquiera sabe de lo que está hablando. Él suspira mientras cierra los ojos y se arrepiente de haber depositado una última esperanza en ella.
-Te quiero-. Y le roza delicadamente los labios.
Ella va a responder que se calle, que se deje de sentimentalismos. Pero algo se lo impide. Un sonido sordo, una quemazón en la ropa, una bala en el estómago que la deja sin respiración. Jamás ha sentido tanto desconcierto. Él la mira consumirse y deja que su cuerpo se precipite al suelo. Le cierra los párpados, bebe de esa mueca de estupefacción y se queda inmóvil unos segundos. Ahora sí está llorando. Por fin es libre.