A veces me gustaría que fueras mío, manchar todas tus sábanas y bajarnos al suelo en los días más calurosos de este verano tan Valle del Ebro. Amenazar las inestables paredes de la tienda de campaña mientras amanece y ya no llueve, consumiendo los últimos minutos del festival antes de que mi bus salga. Escondernos en el baño de un bar y taparnos la boca para no descojonarnos cuando alguien llama a la puerta y a nosotros nos falta ropa. Aguantar la delicadeza de un beso leve en la mejilla mientras los labios buscan sus equivalentes en el otro cuerpo y el frío se acumula justo en el centro que está creando este calor de madrugada invernal. Hacerte perder un autobús y ver cómo te marchas al día siguiente. Escrutar tus pecas mientras aún sigo borracha pero ya comienzo a preguntarme qué estoy haciendo en tu cama. Dormirme despreocupada porque sé que estás solo en casa y dejar que el único control del tiempo sean tus latidos. Sentirme celosa del agua que se va por el desagüe y se lleva nuestra esencia cuando nos duchamos juntos. Mirarte a los ojos mientras te grito y tú te ríes de mis lágrimas. No querer mirarte porque me dueles insoportablemente y decirte claramente Que te jodan cuando me pides que pare quieta para hablar contigo sin moverme. Pegarte a la desesperada porque me estás sacando de quicio y pareces saberlo y parece no importarte que quiera desgraciarte de un manotazo certero. Apartarme ligeramente de ti cuando sabes que la has cagado y me abrazas porque quieres redimirte. O no tener huevos a abrazarte cuando sé que la he cagado yo y limitarme a caminar en silencio a tu lado mientras la conversación que deberíamos estar manteniendo se libra en mi mente sin cortar el aire.
A veces me gustaría que fueras mío. Pero luego recuerdo que ya lo fuiste, que ya lo fuisteis todos, y que por eso sois míos, porque os recuerdo y me quedé con alguna de vuestras partículas. Que ahora son mías y afloran, en noches como esta, a través de la electricidad que se crea entre mis dedos y el teclado.