jueves, 29 de mayo de 2014

Telón.

Había un regusto amargo en el ambiente. A pesar de que amábamos ese ritual más que a nada en esos tiempos, esa vez era diferente. Era la última. Y nuestras ganas, los meses previos, se habían repartido a partes iguales entre que llegara ese día y que no nos asaltara jamás. ¿Cómo podía terminarse algo que nos había hecho tan felices?

No sólo por la euforia clave de los días señalados. Aprendimos. Dejando el arte a un lado, aprendimos a ser una piña, a apoyarnos, disfrutar juntos y complementarnos de una manera casi perfecta. Nos teníamos los unos a los otros. Tal vez sea que mis recuerdos ahora están nublados, pero no recuerdo una mala palabra, un ápice de envidia o una falta de respeto. Por supuesto que teníamos nuestros momentos. Estrés y nervios que podían acabar con nuestras muecas torcidas, pero siempre sabíamos salir de ahí. Vivimos lo bueno y lo malo juntos, sin imaginarnos por un momento un centímetro por encima del otro. A pesar de que el talento brillaba más en unos que en otros, para nosotros éramos iguales como personas, como compañeros. Sabíamos apreciar ese talento que despuntaba, y también compartíamos la felicidad de sus buenas críticas.

No todo fue fácil. Seis años dieron para muchos momentos buenos pero también malos. Lágrimas frente al espejo del baño escondidos de las exigencias feroces que a veces nos brindaba la directora. Pero, cuando eso ocurría, cuando alguien abandonaba la sala de ensayo para ir al baño, al minuto exacto alguien aparecía a su lado y lo abrazaba. 

Siempre encontramos comprensión en el otro, siempre contamos con el otro, siempre supimos que nosotros no éramos nada sin el otro. Todos éramos columnas de un mismo proyecto. Podría decir, cuatro años después, que nuestros corazones latían a la vez. O al menos así lo sentí yo.

Los días de función, ese ritual... Juntarnos, desconectar de los estudios, comer juntos sin prisas, que nos entraran las prisas a todos a la vez y de repente, reírnos, sentirnos. Para luego mutar en apenas segundos cuando las luces y la música se apagaban y se abría el telón.

Aquella vez había amargura en el ambiente antes y después del telón. Una hora antes, había gente haciendo fila para vernos. Se colgó el cartel de aforo completo mientras todavía había gente aguardando a entrar. Cuando sonó la última nota de música y explotó en el público un aplauso revitalizador, Claudia rompió a llorar. En la grabación de ese final se ve cómo su rostro cambia en un segundo y llora. Porque era la última. Y todos lo sabíamos. Por eso la sentimos más que nunca y aún hoy lo recordamos con infinito cariño. Mientras escribo todavía noto en mi piel cada vibración, cada nervio, cada milímetro de ilusión que me cubrió entera. Siento en mis entrañas esa nostalgia absoluta y todavía vive en mí el pensamiento que tuve presente durante todo ese día: no puedo estar triste porque ha sido sencillamente maravilloso.

Me es agradable volver la memoria hacia atrás y acabar aquí. Tal vez fue el fervor adolescente, ser una constante en nuestros años más cruciales, los lazos que allí forjamos, las imágenes de preparar las funciones y vivirlas... Sea lo que sea todavía me hace sonreír. Crecí más como persona y amiga que como actriz. Así aprendí a amar el teatro. Pero también a la gente.

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