Por el ventanal abierto de par en par de mi salón entra este frescor primerizo que allana el camino al Otoño. Atardece en este hogar que siento como tal a pesar de que a kilómetros se encuentre el que siempre será mi refugio y mi raíces. Me siento extrañamente feliz.
Feliz porque le doy un significado nuevo a las canciones y noto sus melodías abriéndose paso en mi estómago y haciendo que mi piel se sienta tan viva como hacía años que no conocía. Extraña porque te extraño, porque me faltas ante mí, tumbado en el sofá, mirándome teclear.
Es demasiado fácil imaginarte llenando cada uno de los espacios donde me siento bien, como también es sencillo hacerlo con todos aquellos donde me siento peor. Constantemente fantaseo con la idea de encontrarnos y compartir fines de semana de complicidad y películas, paseos, frío, videojuegos, debates y peleas de cama. Las calles de Madrid están preciosas en Otoño; siempre me han gustado esos días de cielo gris que piden a gritos meter las manos en los bolsillos y que están salpicados por la luz de las farolas y de los coches que cruzan la Gran Vía. También me han gustado siempre esos otros días donde anochece pronto en Zaragoza y todo se arregla con las manos alrededor de un chocolate caliente.
Quererte me hace sentir más los detalles. Puedo pasar minutos enteros sintiéndome afortunada de manera misteriosa. Como ahora. Ahora, cuando siento las primeras respiraciones heladas del Otoño y me voy cubriendo de la nostalgia que siempre me acompaña en esta estación. Nostalgia, que este año adquiere tonos diferentes a los anaranjados de siempre: esta vez también es amarilla y marrón, como tus ojos, y oscura si los pienso en la penumbra de tu habitación.