Llevo una semana con un recuerdo concreto golpeando las paredes de mi cráneo. No lo he compartido con nadie; simplemente he convivido con él esperando el momento en el que mi espíritu estuviera listo para teclearlo. Creo que ese momento ha llegado hace algunos minutos, cuando recorría el camino que separa mi casa de la estación.
No sé qué mecanismo rige las remembranzas. No entiendo por qué recordamos unas cosas y otras no. Parece algo aleatorio, una mera cuestión de azar. El caso es que hay imágenes que se nos quedan en la mente como una fina película, uno de esos momentos a los que añadimos un "No sé por qué, pero me acuerdo de..." y nos acompañan siempre.
Es verano, y estamos en la piscina. Soy muy pequeña, pero lo suficientemente mayor como para que mis primos celebren su primer año de vida. No recuerdo cuál de los dos; eso implica que no distingo si tengo siete o nueve años. La mayoría está en las mesas de los merenderos, pero nosotros jugamos en el césped, a la sombra, mientras el reloj va acercándose a la hora en la que ya habré hecho la digestión y podré volver a bañarme. Nos golpeamos con algo hinchable, no sé qué es, tal vez unos manguitos, un flotador... Qué importa. El caso es que de todas esas personas él es el único que ha venido a jugar conmigo, y mientras me pregunta esas típicas cosas que suelen preguntarse a los niños. Cuando parece que le gano la pelea, finge que se desploma lentamente en el suelo y dice, con voz aquejada:
- Siento dejar este mundo... sin probar pipas facundo...
Y yo río, y entonces no lo sé, pero ese recuerdo va a permear para siempre en mi cabeza. Y aquí sigue, probablemente quince años después.
De alguna manera, crecí con esa imagen en mi cabeza y, aunque apenas era una niña, creí, y con esa afirmación he crecido también, que él iba a ser un buen padre. Es algo irracional, que surgió en mí sin pretenderlo, que fue el fruto de ese rato de diversión y atención tan inocentes.
Lo demostró: fue un buen padre.
Ahora, y mientras volvía a casa con la vista temblorosa, recuerdo su sonrisa instalada en su rostro pálido y delgado, pero imbatible. Su mirada tal vez estaba aquejada de resignación, pero delante de ella había una única cosa: optimismo. Y así lo sentí la última vez que lo vi.
Es inevitable rechazar que la imagen de alguien ha desaparecido de la realidad después de la irrevocable llamada de la muerte. Se mezclan entonces la consciencia acerca de que nada sirve patalear y las ganas precisamente de patalear y preguntarse por qué. Por qué.
Nos creemos eternos porque sentimos que podemos controlarlo todo y al final alguien a quien le han dicho que su vida tiene fecha de caducidad nos enseña que, en realidad, no sabemos de lo que hablamos, de lo que nos quejamos, de lo que nos hunde egoístamente. No puedo desclavarme el recuerdo de esa tarde en la piscina, unido a la última imagen que guardé de él, en casa de mis tíos. Apenas era un elemento lejano en su vida, pero me gustaría que supiera que lo pensé, que lo vi; que era una cría pero supe que iba a ser un buen padre.
Y que forma parte de mis remembranzas, de mis pensamientos rebeldes y mis ganas de que la justicia alguna vez sea irracionalmente real. Y que no se irá de aquí. Porque al final, al final de los finales, sólo queda de nosotros precisamente eso: lo que otros recuerdan, y guardan, muy adentro, en el lugar donde las remembranzas no desaparecen.