"Es que, Elena, tú no sabes cómo te ha cambiado el humor en este tiempo. Bueno, sí lo sabes, pero me refiero a cómo se te ve desde fuera. Es que no tiene nada que ver. Estás recuperando la luz de la mirada. ¡Tienes hasta menos ojeras!"
Él la observa y ella baila. Desde el segundo piso de la discoteca, zona acotada sólo para selectos, la visión de la pista es completa y desnuda. Al compás del juego de luces brillan las miserias, las borracheras y las escasas sonrisas que las burbujas etílicas todavía no han torcido y parece que aún seducen. Él no sabe si ella lo pretende, si quiere en efecto seducir, pero desde que la ha visto abrirse paso con sus amigos no puede quitarle las pupilas de encima. Ella a veces lanza miradas a los balcones que rodean la pista de la discoteca, construida en forma de teatro, pero él está seguro de que no logra verlo porque las luces en los pisos de arriba no son tan intensas como para iluminar los rostros de los que observan a la plebe que se acumula abajo, agitando sus huesos. Pero eso da igual. La mira, la mira, la mira, y quiere probarla. Primero lento, luego acelerándose, después recorriéndola dejándose notar y arrebatándole el aliento.
No, ella no lo ve. Lo sabe. Baila, pasea su mirada sin ninguna pretensión, mueve las caderas según le susurra la música y, sobre todo, ríe. No para de darle forma a su sonrisa y él la mira, la mira, la mira y la mira sin poder evitarlo. Llega a ver cómo aparta a manotazos contundentes y cortantes a un par de babosos que se le acercan, y eso provoca que tenga más ganas de probarla. Tiene carácter, se rinde y piensa, pero luego añade que qué gilipollez, si no la conoce. Pero le gusta mirarla. Quiere conocerla. Ropa negra, labios color vino. No quiere dejar de mirarla.
Las músicas varían, se mecen, se apagan y vuelven, las luces no paran, cada vez parece que hay más hombres en la pista, ella habla con sus amigos, se balancea, parece moverse ajena a las decenas de personas que -está seguro- se arremolinan a su alrededor intentándose contagiar de su electricidad.
Pasan las canciones y los minutos y él la mira, la mira y la mira. La mira. Apura su vaso, sereno y decidido, y se la come con los ojos sabiendo que seguramente ella no estaría de acuerdo. Que tal vez hasta lo apartaría de otro manotazo, y eso le haría sonreír, y la esperaría a la salida para hablarle y decirle que él no es otro baboso más. Lo sabe. Va a ir a por ella. Va a hacerlo. Acodado en la barandilla de su balcón de privilegiados, rodeado de estúpidos que se beben las botellas de la zona VIP, sigue mirándola y, sintiendo algo de temor por que en un parpadeo desaparezca, se dice a sí mismo que va a ser suya. Va a ser suya; ya no tiene dudas.
Lo que ignora, porque a veces ocurre, es que, a pesar de que ella no sabe que alguien la mira, la mira y la mira, ella no se siente de nadie. Ella no es de nadie. Y ella no va a ser de nadie.