Hoy se ha materializado ante mí el equilibrio. Lo he visto, y sé que no he podido disimular que la expresión de mi cara ha cambiado durante esos segundos. Hace años, elaborando el regalo de cumpleaños de un amigo, me topé con una frase de la serie Me llamo Earl que desde entonces no he podido borrar de mi cabeza.
Todo lo que va, vuelve. Haz cosas buenas y cosas buenas te pasarán. Haz cosas malas y volverán para atormentarte.
Por supuesto que es difícil para mí hablar sobre el equilibrio. Todavía algo se retuerce en mis adentros cuando soy consciente de que pasé la mayor parte del año pasado llorando a escondidas; en mis hogares, en el trabajo, en el transporte público. Pero no voy a clamar al cielo. No voy a exigir justicia divina. No voy a culpar al universo de los golpes. Y tampoco voy a proponerme que, si acabo devolviéndolos, no será mi culpa, sino de los que antes me hicieron daño a mí.
De alguna manera, cuando era todavía más inexperta y los sentimientos y las emociones se me desbocaban sin que yo supiera, ni quisiera, tomar el control, me di cuenta de algo revelador para mi vida: sólo voy a estar bien cuando me pare a recomponer mis pedazos.
Pero me costó. Demasiado, porque en ese proceso soy consciente de que herí a otras personas. Sin embargo, desde entonces no encuentro otra manera de ordenarme y sanarme, de alcanzar la paz. Tuve que dejar de correr. Tuve que obligarme a frenar en seco y enfrentarme a mí misma y a mis circunstancias, aunque a veces duelan demasiado y sea muchísimo más fácil, pero mucho, seguir hacia adelante sin rumbo fijo, simplemente hacia adelante, todo lo rápido que la cordura lo permita, dejando atrás lo que nos atormenta aunque anude nuestro camino.
Si lo alejo, no me afectará.
Pero afecta. Al final siempre acaba volviendo igual que la marea devuelve los objetos que se ha tragado el inmenso mar. Para mí el equilibrio es concentrarme en conseguirlo conmigo, encarando lo que viene. Siempre duelen los golpes, sobre todo los que vienen de puños ajenos, pero estos años me han enseñado que la única manera de seguir adelante es centrándome en lo propio, en mí, en todas mis partes esenciales.
Carmen me decía esta mañana que había leído que las mejores historias son las que nos cuentan lo que ya sabemos. Y tiene razón. Y por eso me gustan tanto las historias de otros, porque a veces subrayan en el momento justo lo que he estado ignorando, por muy evidente que pueda resultar, y hacen que una luz se encienda dentro de mí, ya sea de alerta o de alivio.
Mientras escribo esto recuerdo un capítulo de una serie en el que él, herido por una relación intensa y reciente, discute con ella y defiende su pasividad y su agresividad aludiendo a una supuesta maldición que tiene su familia y que les impone un bloqueo emocional que les impide tener una vida plena. Ella, una chica que está conociendo después de encapricharse de ella rápidamente, le mira decepcionada y le manda un ultimátum:
Esto ha hecho que vea las cosas realmente claras. De todo lo que va mal en tu vida, culpas a alguien: a tu madre, a tu ex, incluso a tu abuelo muerto, joder. Lo cual significa que, si algo va mal entre nosotros, vas a culparme a mí.
(...)
Mira, te quiero, Cole. Pero no puedo deshacerme de tu "maldición". Tienes que hacerlo tú mismo.
Y, es que, si no nos preocupamos de hacerlo nosotros mismos, de conocernos y encargarnos de lo que somos y alcanzar lo que queremos ser, internamente..., ¿cómo será posible que en el futuro no cometamos los mismos errores una y otra vez?
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