Nosotros no fuimos nada, porque ni siquiera éramos un nosotros. Simplemente fuiste una agradable cadencia que durante unos meses alejó la imperiosa necesidad de dedicarle tiempo a mis heridas. Nunca funciona. Nunca funcionan esos intentos de querer volcar en unos ojos ajenos nuestras penas, porque nuestras penas sí son nuestras, sólo nuestras, y si uno confía en que otro se las va a llevar, al final, se quedan a vivir en nuestro cuerpo. Pero yo ya sabía que eso nunca funciona, por eso nunca lo intenté contigo, nunca respondí a tus promesas y nunca quise que nos fuéramos de viaje juntos. Curiosamente, sólo quería viajar conmigo. Pero afloraba la pereza cuando tenía que hacer las maletas, marcharme de las estancias llenas de polvo donde había estado viviendo hasta entonces y emprender un nuevo camino. Fuiste un paréntesis -oscuro, frío, leve, nimio- cuyo propósito no era otro que llenar mi tiempo mientras mi tiempo pensaba en otro, en esa casa y en esas cicatrices que, ya formadas, fueron tapadas con ropajes durante unas semanas. Mi tiempo nunca fue tuyo, porque sólo fue mío. Nunca te conocí, porque sólo estaba conociéndome a mí misma, con todos los cerrojos echados y todas las lecciones por aprender. No sé siquiera si te ayudé; supongo que fui tu excusa para fingir que te sentías completo y tus asuntos estaban en orden, mientras para mí eras el pretexto de necesitarme completa, para mí y para nadie más.
De todas formas, no puedo decir que cuando la melodía cesó me doliera. Más bien sentí alivio. Me quise más que nunca. Y entonces fue el momento de cerrar de un portazo la puerta de esa mansión en ruinas donde jamás te permití entrar.
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