Cuando Pablo giró la llave en la cerradura el sonido le pareció extraño y aterrador. No lo reconoció. Se sintió como si fuera la primera vez que entraba a esa casa; casi un intruso. Empujó la puerta y accedió a la estancia.
Casi le asustaba el hecho de no sentirse destrozado. En momentos en los que no pudo evitar que sus defensas cayeran, había imaginado ese instante decenas de veces, y siempre se adivinaba hecho trizas. Sin embargo, si se concentraba en sus adentros sólo alcanzaba a distinguir órganos y sangre, también algo de hueso y músculo. Piel, protegiéndolo todo. Más allá de todo aquello no hallaba nada en su cavidad interna. No había emociones ni lamentos. Sólo su cuerpo cumpliendo las leyes de la biología, como cada día.
Estaba rodeado de recuerdos en forma de fotografías, muebles, prendas de ropa olvidadas y pequeños signos de las huellas de la irrepetible vida rutinaria. Dejó las llaves en la mesita de la entrada -volvió a no reconocer el sonido-, justo al lado de una crema hidratante que habían olvidado meter en la bolsa de viaje.
Se sentó en el sofá como un autómata y, al pasar la mirada por el televisor apagado, pensó en las películas. Recordó esas escenas que alguna vez había visto en las que un personaje llamaba una y otra vez a su pareja sólo para escuchar su voz grabada en el contestador. Pero era una tontería. Marta ni siquiera había grabado uno de aquellos mensajes; cuando marcabas su número, aparecía la nota de voz de la compañía telefónica de turno. Nada más.
Pero tampoco hacía falta. Cogió su teléfono móvil y, sin desbloquearlo, repasó mentalmente todas las imágenes que había en él, cientos de fragmentos robados al tiempo donde el rostro y la voz de Marta seguían vivos. Dudó pero no desbloqueó el dispositivo; lo dejó encima del sofá, y confió en olvidar que existía.
Escuchaba sus latidos, como un recordatorio de que seguía vivo. Se sentía agotado hasta los huesos, cansado incluso de sentirse vacío. ¿Dónde estaban todas esas lágrimas que se había tragado durante meses confiando en que aparecerían cuando todo hubiera pasado? Menuda gilipollez.
¿Iba a existir de verdad un día en el que todo hubiera pasado? Le parecía imposible. Hay cosas que no pasan jamás; simplemente se quedan, forman parte de nosotros y nunca se marchan. Como ese vacío que se extendía desde sus clavículas hasta su estómago, como un disparo de escopeta certero y macabro. Se tocó el pecho: pudo notar los bordes de piel quemados y sin curar. Se sintió capaz de pasar su brazo por ese hueco y sacarlo por la espalda.
Ni siquiera sabía si se iba a quedar en esa casa. Por una parte, se negaba a abandonar el fuerte donde había comenzado a construir su vida; por otra, cada rincón le hablaba del tono de voz de Marta y eso provocaba que se resintieran todas sus costuras. En ese sofá vieron cientos de series; en esa esquina él siempre se dormía; en la habitación hablaron de ser padres millones de veces; en esa cocina fue donde Marta se desvaneció por primera vez...
El timbre sonó sacándolo de ese peligroso bucle de remembranzas. Se levantó sin entender cómo y fue a la puerta, sin saber si iba a abrirla o no. De hecho, se quedó a un metro, observándola y creyendo de veras que en el umbral iba a aparecer ella.
¿Cómo iba a seguir adelante con tantos fantasmas tirando de su espalda?
Escuchó una voz conocida, desde el rellano.
- Pablo, ábreme.
La voz de Alberto volvió a sonar extraña y aterradora. Sus nudillos resonaron en la puerta, insistentes y casi feroces, y una fuerza ajena le empujó a rodear el pomo con la mano y abrir la puerta. El rostro de su amigo le saludó destilando preocupación.
- Pablo...
Él no respondió. No encontró absolutamente nada en su interior que le sirviera para juntar unas sílabas que merecieran la pena. Se quedó mirando a Alberto, lleno de una vida que en ese momento rechazaba. Seguía escuchando el sonido ensordecedor de sus latidos.
Alberto dio un par de pasos hacia adelante. Llevaba un abrigo negro elegante colgado del brazo, y le hizo un gesto para indicarle que se lo había olvidado. Pablo cayó en la cuenta y de repente comprendió que se había dejado el abrigo en el cementerio.
- ¿Para qué lo quiero? -dijo, con una voz seca y fría.
- ¿Cómo? -le preguntó Alberto.
Pablo cogió la prenda de vestir y se abrazó a ella. Creyó reconocer en ese abrigo los olores de los últimos recuerdos de una Marta ya sin vida y sus hombros empezaron a convulsionarse; primero con lentitud, a los segundos con violencia.
- ¿Qué hago ahora, Alberto? ¿Qué puedo... qué puedo hacer?
Alberto no dijo nada, porque no conocía esa respuesta. Así que hizo lo único que sentía que podía hacer: avanzó con firmeza y rodeó a su amigo con los brazos, asegurándose de que no se zafara como todas las veces en las que había intentado el mismo movimiento. Pero Pablo se dejó abrazar. Soltó el abrigo, que cayó a sus pies, y de repente se dio cuenta de que tenía muchísimo frío. Se sintió estúpido allí plantado, en esa casa que ya no sentía como suya, y pensó en qué habría dicho Marta si lo hubiera visto así.
Entre nieblas, la vio sonriéndole, e incluso le pareció escuchar el sonido de su risa.
Entonces se dejó ir. Dejó que su cuerpo cediera y se apoyara en Alberto, y empezó a llorar.
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