martes, 24 de abril de 2018

Resistencia.

Hay que aceptar las cosas como vienen y no aferrarse. Esto es una obviedad; lo escribo para repetírmelo con firmeza, una vez más. No siempre es fácil resistir con los hombros erguidos.

Cada vez cuesta más volver. Sin embargo, cada vez cuesta menos tener claro que tal vez si cuesta volver es porque uno está cansado del mismo regreso. Me mata esta inercia en apariencia infinita. Me mata que parezca que nos escudamos en la inercia para ignorar que no es ni será nunca infinita. Podríamos solucionarlo todo en un golpe de DNI.

Si no nos permitimos dar un puñetazo en la mesa ahora, ¿cuándo será?

A veces comprendo esas escenas en las que alguien observa a su alrededor mientras todo lo demás sucede a cámara rápida. Las quejas, las ojeras, las malas caras que esta ciudad esconde apiladas en cada adoquín a mí me hablan de mentiras, de cómo nos mentimos a nosotros mismos, de cómo nos da miedo dejar de mentirnos.

No obstante, no puedo decir que tenga alternativa mejor. Resistencia nunca ha sido sinónimo de felicidad. Resistir siempre ha tenido matices grises que se revisten de historias de vencidos, de pechos doloridos y lágrimas que nadie verá jamás.

Llevo varios días gritándome a mí misma, pensando en este rincón, sintiendo que, de nuevo, no tengo absolutamente nada que ofrecerle al mundo. Ni siquiera sé si hablar así tiene algo de sentido. Pero me convenzo de que debo escribir porque al final es el faro que me guía, aunque... ¿y si no hay destino? ¿Qué haré si estos cimientos se caen?

Siento que el corazón,
del uso,
me ha dado de sí

jueves, 12 de abril de 2018

Existe un momento de desequilibrio que sé que pasará pero que, hasta que eso ocurre, agota todos mis mecanismos de seguridad. Se abren todas las compuertas y el viento me azota con crueldad, mientras se disparan los chalecos salvavidas sin que pueda alcanzar ninguno y las máscaras de oxígeno se me escurren sin que pueda evitarlo. ¿Qué soy en esos instantes de niebla densa, de tempestad desconocida? Sigo siendo yo, pero soy una yo más cansada, con los círculos negros bajo los ojos más pronunciados, como si la vejez hubiera llegado de golpe.

Sé cuáles son, los reconozco, así que sé que debo tener paciencia y esperar a que mi espíritu remonte, mientras intento concentrar mis energías en dibujar objetivos reales frente a mi vista y no en hacer fuerza hacia abajo para hundirme, yo sola, yo misma, y poder gritar desde el fondo sólo para quejarme de que nadie me oye.

No puedo prepararme, porque soy incapaz, pero aun así cuando sobreviene ese suelo deslizante y ese dolor en las rodillas al caer no puedo hacer otra cosa que parapetarme, coger aire, y esperar. Al final siempre pasa. Siempre. Y ahora oigo la lluvia que cae en mi ventana y atiza mi jaqueca, pero piso el suelo y lo noto firme, calmo, normal otra vez (si es que ese adjetivo tiene algún sentido).