Hay que aceptar las cosas como vienen y no aferrarse. Esto es una obviedad; lo escribo para repetírmelo con firmeza, una vez más. No siempre es fácil resistir con los hombros erguidos.
Cada vez cuesta más volver. Sin embargo, cada vez cuesta menos tener claro que tal vez si cuesta volver es porque uno está cansado del mismo regreso. Me mata esta inercia en apariencia infinita. Me mata que parezca que nos escudamos en la inercia para ignorar que no es ni será nunca infinita. Podríamos solucionarlo todo en un golpe de DNI.
Si no nos permitimos dar un puñetazo en la mesa ahora, ¿cuándo será?
A veces comprendo esas escenas en las que alguien observa a su alrededor mientras todo lo demás sucede a cámara rápida. Las quejas, las ojeras, las malas caras que esta ciudad esconde apiladas en cada adoquín a mí me hablan de mentiras, de cómo nos mentimos a nosotros mismos, de cómo nos da miedo dejar de mentirnos.
No obstante, no puedo decir que tenga alternativa mejor. Resistencia nunca ha sido sinónimo de felicidad. Resistir siempre ha tenido matices grises que se revisten de historias de vencidos, de pechos doloridos y lágrimas que nadie verá jamás.
Llevo varios días gritándome a mí misma, pensando en este rincón, sintiendo que, de nuevo, no tengo absolutamente nada que ofrecerle al mundo. Ni siquiera sé si hablar así tiene algo de sentido. Pero me convenzo de que debo escribir porque al final es el faro que me guía, aunque... ¿y si no hay destino? ¿Qué haré si estos cimientos se caen?
Siento que el corazón,
del uso,
me ha dado de sí