Existe un momento de desequilibrio que sé que pasará pero que, hasta que eso ocurre, agota todos mis mecanismos de seguridad. Se abren todas las compuertas y el viento me azota con crueldad, mientras se disparan los chalecos salvavidas sin que pueda alcanzar ninguno y las máscaras de oxígeno se me escurren sin que pueda evitarlo. ¿Qué soy en esos instantes de niebla densa, de tempestad desconocida? Sigo siendo yo, pero soy una yo más cansada, con los círculos negros bajo los ojos más pronunciados, como si la vejez hubiera llegado de golpe.
Sé cuáles son, los reconozco, así que sé que debo tener paciencia y esperar a que mi espíritu remonte, mientras intento concentrar mis energías en dibujar objetivos reales frente a mi vista y no en hacer fuerza hacia abajo para hundirme, yo sola, yo misma, y poder gritar desde el fondo sólo para quejarme de que nadie me oye.
No puedo prepararme, porque soy incapaz, pero aun así cuando sobreviene ese suelo deslizante y ese dolor en las rodillas al caer no puedo hacer otra cosa que parapetarme, coger aire, y esperar. Al final siempre pasa. Siempre. Y ahora oigo la lluvia que cae en mi ventana y atiza mi jaqueca, pero piso el suelo y lo noto firme, calmo, normal otra vez (si es que ese adjetivo tiene algún sentido).
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