"Cada vez que lo decías quería pegarte".
Y recuerdo de soslayo a Astrid diciendo esa frase mientras ponía los ojos en blanco y yo agachaba la cabeza y me encerraba en mí misma, fustigándome por estar delgada pero no ser capaz de verlo y por hacer comentarios en voz alta que parecían que lo que buscaba, en verdad, era que alabaran mi belleza.
¿Qué belleza?, me preguntaba esos días en los que me armaba de valor y sí me atrevía a contemplarme.
Tenía casi 18 años y pesaba más de 20 kilos menos que ahora. Nunca he estado tan delgada en mi vida y, sin embargo, creo que es la etapa en la que más gorda me he visto. ¿Cómo es posible que algo mental llegue a afectar tanto a la imagen que te devuelve un espejo?
Nunca he tenido tanta facilidad para comprar ropa como en ese momento, llevando en ocasiones una talla 36, y, sin embargo, nunca llegué a apreciarlo. Y no porque no quisiera una 36 y quisiera menos tallaje, sino porque me daba igual con qué cubriera mi cuerpo: me seguía viendo igual en las fotografías, seguía pensando lo mismo de mí misma, seguía sintiéndome opuesta a lo bello o lo sexy.
Nos venden desde que tenemos uso de razón ese cuento de que tu salud y tu belleza dependen del peso que marca tu báscula cuando te subes encima. Nos lo meten tan bien metido en cada célula que luego es tan difícil sacarlo que hay gente que muere en el intento de buscar un solo segundo en que se sientan bellos.
No es un decir. Muerden de verdad.
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