No me arrepiento de no haberme perdido a mí misma. En todo este tiempo, si miro atrás comprendo que el tiempo seguía avanzando en línea recta y de manera paralela, pero que yo he sido capaz de no perderme el ritmo que me merecía en todo momento.
Lo sé porque desde hace semanas noto una nota de calor en el pecho que, al principio, me sorprendía. Me esperaba una temporada de frío y de piel seca, pero, en su lugar, la vida me ha golpeado con una certeza profunda e íntima acerca de que todo en mis adentros está en su sitio y me sigo cuidando como siempre. Es una sensación que podría calificar de nueva pero sé que no lo es: si vibra y descansa en mis adentros es porque llevaba ahí ya muchas lunas. Es como una fuente de agua tibia que no deja de brotar y bañarme con una película de bienestar que en ocasiones, todavía hoy, me sigue pareciendo extraña. Pensé que iba a estar desolada, perdida, y en lugar de ello he experimentado multitud de sensaciones y emociones sin perder el foco de ese calor en el torso, ese enganche brutal y constante que me mantiene con los pies enraizados en el lugar en el que debo estar.
No habría pensado, de verdad que no, que de manera tan natural y sencilla yo misma iba a ser mi propio refugio. Que tantos meses de esfuerzo y de amor iban a conseguir que me mantuviera en pie, doblándome a veces por las rachas de viento violento, pero sin romperme. Pongo una mano sobre mi pecho y lo hallo ahí: un refugio inmutable y permanente en el que nunca se extingue la luz.