Hay imágenes que nunca deberían cincelarse en nuestra memoria. Sin embargo suelen ser precisamente esas, las más brutales e imposibles de dibujar con antelación, las que nos abren una brecha justo en mitad de la frente.
La imagen de la foto enmarcada de tu amiga encima de un féretro debería ser siempre una de esas imágenes.
He hecho lo más absurdo del mundo (mentira, porque absurdo no es, aunque parezca que en el ritmo que llevamos no tiene ningún sentido productivo) y he reescuchado el último audio que me enviaste. Le he dado al botón de descargar pensando que, entre cambios de móviles y meses entre medias, no iba a reproducirse. Pero estaba equivocada. El sonido de tu voz me ha recorrido como un calambre desde la nuca hasta los pies, y en medio segundo me ha invadido el frío.
No puedo creer la cantidad de datos que dejamos suspendidos en el tiempo. No me cabe en la cabeza y nunca somos conscientes de ello. Es normal. Son los mismos datos que ahora me niego a borrar.
Tengo tus rosas secas en el salón. Mis recuerdos de Nueva York no existen sin ti pegada a mi espalda. Hay sitios, espacios físicos que recorro a menudo, en los que las baldosas han cambiado para siempre. Sigo luchando contra la incredulidad cada vez que te pienso, a pesar del agotamiento que supone recordarme a mí misma constantemente que ya no estás y que por eso ahora el mundo siempre es un lugar un poco más triste.