jueves, 26 de enero de 2012

Es agradable notar que el viento sigue soplando y que ya no hay lágrimas que deba secar sobre las mejillas. Es agradable salir adelante y ser feliz de una manera rutinaria, no interrumpida por la ansiada perturbación amorosa, pero suficiente si tenemos en cuenta los meses que cargo a la espalda. Es agradable no tener prisa y sí mucha paciencia; anhelar ahora alguien a quien amar no sería el camino adecuado para curarme, y la obcecación en encontrar a esa persona de nuevo sólo puede acabar siendo ridícula y desproporcionada. Es agradable sentirme íntegra desde que así lo decidí, y no traicionar mis principios ni darme al desaliento que deteriore mi imagen externa e interna. Es agradable tener gente a mi lado que atiza el fuego de mi sonrisa, que me presta sus manos y me lanzan sus palabras para que las atrape y construya los castillos que antes erigía, pero con otros arquitectos. Son agradables los días desde que aprendí a vivirlos, a calmar mis adentros y a convertir la tristeza en fortaleza, la angustia en la plenitud de mi espíritu, que poco a poco volvió, fuerte, tal como vaticiné.

No es el tiempo quien nos cura sino nosotros mismos. Conseguir sacudirnos las lamentaciones, inanes, y marcar desde ellas un sendero que nos conduzca a un lugar seguro. Un lugar que no reside más que en nosotros, pues pasamos toda la vida nutriéndonos, en mayor o menor medida pero siempre, de nosotros mismos. Consiste en despertar, afrontar, hallar, reflexionar, mostrar. En muchos verbos que conducen al mismo punto: tú. Tú y tu supervivencia como alguien firme o como un ser que se aferra a algo que hace meses que se fue.

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