jueves, 2 de febrero de 2012

Siempre que me ocurre algo así pienso en mi padre y en mi madre. En esas discusiones en las que los nervios y las miradas férreas se desbordaban y pasaban hasta siete días sin que se disipara el silencio más espeso de entre las paredes de mi casa. Pienso en ellos y en si, a pesar de superarlo, les quedarán resquicios adentro.

Hay discusiones y tristezas a diario, pero hay unas, sólo algunas, en las que notas que algo se quiebra. Me ha pasado pocas veces, pero las suficientes para reconocer el vacío en el pecho y el ruido de cristales rotos en mis oídos. Es una mezcla de decepción y fuego helado en las venas, de una parálisis temporal en la que piensas ¿De verdad y por qué ha ocurrido esto? Saber que hay dolores irreparables duele, si se me permite la redundancia. Confiar de manera ciega en una persona que hace que el alma se te encoja de esa manera que notas incomponible. Y la perdonaré, sé que perdonaré y olvidaré esta impresión que todavía me dura, esta eterna rabia de saber que algo se ha perdido para siempre.

No sabría explicar muy bien cómo es. Ni cuándo lo siento y cuándo no. Son sólo cristales rotos. Sobrepasar unos límites que notas que no van a regenerarse, porque algo te lo dice. El dolor, las lágrimas, el sufrimiento, la decepción, la rabia no son sentimientos nuevos, pero sin embargo en estas ocasiones se sienten de diferente manera. Un punto y aparte, podría decirse. Un punto y aparte que no niega la existencia de párrafos nuevos, pero sí simboliza que los ya escritos no van a repetirse con esa perfección, y que los nuevos serán escritos con manos temblorosas, algo desconfiadas, dolidas de manera sorda.

Un dolor del que no puedes deshacerte. Como una cicatriz cuyo dolor desaparece pero no ocurre así con la marca en la piel. No duele, ni tira, ni escuece, pero está ahí y no se va. Y el hecho de que no vaya a desaparecer es ya molesto, triste... e incurable.

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