lunes, 30 de mayo de 2016

Y que comprendas ahora,
que siempre devuelve el golpe el mar.





Casualidades.

Lo besé despacio, con el sabor del tabaco en la boca. Creo que sólo lo hice porque los dos sabíamos que no nos queríamos y, sobre todo, que no íbamos a querernos nunca. A nuestras espaldas las conversaciones nocturnas apagaban el estruendo de canciones de rock que salía del bar donde habíamos vuelto a encontrarnos, y en medio del amor-odio a las casualidades decidimos sonreírnos y preguntarnos sobre qué había sido de nuestras vidas.

Él era el recuerdo al que recurría siempre que me sentía herida; un rostro sereno y tímido en blanco y negro. Yo para él, sin embargo, seguía siendo aquella chica asustada pero atrevida que conoció en la universidad, y esa noche nos reímos por primera vez de nuestro primer encuentro.

Me pasó el brazo por los hombros y agradecí el gesto apretándome contra su cuerpo y descansando la nariz en el hueco de su cuello, mientras aspiraba su olor. Pensé que podía quedarme dormida así justo cuando él me pasó otro cigarro y yo le regalé las pertinentes marcas de carmín. Seguimos hablando de cine mientras se nos hizo de día y el sol nos dijo que era hora de volver a casa.

Me dejé guiar por su mano, enorme y fría, y después de días agitados me sentí en calma. Le dije que era como mi falso refugio, y él sonrió de nuevo, guapo por dentro y por fuera.

- Casualidades... - me contestó. Y seguimos caminando.

sábado, 28 de mayo de 2016

Alberto sin Marga, y viceversa (III)

Antes de despertar y tomar consciencia de dónde estaba, Alberto ya pudo notar la desolación heladora de su casa. El sol iluminaba el espacio diáfano, pero se negó a salir de debajo del edredón hasta que no se le pasara esa súbita sensación de inmensidad y vacío. Se rió, amargamente: entonces podía estar días metido en la cama.

Pensó que la música lo salvaría, que el trabajo podría ponérselo fácil o que continuar con sus quehaceres cotidianos contribuiría a que el dolor fuera convirtiéndose poco a poco en melancolía. Pero desde hacía días sentía la ausencia de Marga, lacerante, ubicada en un abismo que se le había abierto en medio del pecho.

Se levantó y encendió la cafetera. Segundo a segundo, se autoconvencía de su decisión, repasaba las ventajas y hablaba consigo mismo repitiéndose que la soledad era la mejor opción cuando estaba en riesgo el bienestar de la persona a la que se quería. ¿Hasta qué punto desear la protección de alguien podía suponer apartarlo y ocasionarle dolor? Alberto todavía no había logrado responder esa pregunta; al principio creyó tenerlo claro, pero conforme el reloj se iba desmarcando del momento en el que tomó esa decisión iban creciendo las dudas. Y el miedo, que no se marchaba.

Dio vueltas al café sin azúcar mecánicamente, evitando levantarse y comprobar la ausencia de notificaciones en su teléfono móvil. Al final lo hizo, y comprobó la ausencia de Marga en su teléfono móvil. Además, su apartamento no le daba un solo respiro: los colores y las formas que registraban sus ojos lo devolvían a recuerdos con ella, a todos los momentos que se regalaron desde que él decidió abrirle la puerta de su refugio aun sabiendo que sus heridas no estaban curadas del todo. Pensó que el elixir de Marga le ayudaría, pero al final del camino se había sentido incapaz de sobrellevar sus taras sin sentirse insuficiente para ella.

Recordó el día en el que la trajo a su piso por primera vez, y no pudo evitar que las manos le temblaran. Marga...

Cogió otra vez el teléfono y buscó su número. Dudó sabiendo que no iba a llamarla. Esperó unos segundos.

Volvió a la cama. El café se le quedó frío.

***

La despertaron los latigazos de dolor en las sienes, al ritmo de sus latidos. Pum-pum, pum-pum, pum-pum. Marga no opuso resistencia y dejó que le cayeran un par de lágrimas por las mejillas mientras se incorporaba con cuidado para que no le explotara el cráneo y manchara las paredes de su habitación de sangre y sesos.

Qué resaca, pensó. Qué dolor en el pecho, se respondió a sí misma.

La noche anterior había salido para no quedarse en casa y sus pocas ganas de divertirse, unidas a las semanas tranquilas en las que apenas había probado el alcohol, fueron la ecuación perfecta para que su jaqueca fuera equivalente a su apatía.

Miró el teléfono por pura costumbre sin poder esquivar pensar en Alberto y en que desde hacía días no sabía nada de él. No obstante, sabía que iba a seguir así. Lo tuvo claro desde el principio, cuando vio la firmeza en sus ojos, y no se resistió a retenerlo porque habría sido absurdo. ¿Qué sentido tiene sujetar a una persona que quiere irse? La única manera de salir adelante era afrontar ese dolor sordo y dejar atrás la rabia a golpe de simplificación: dos personas no deben estar juntas si una de ellas no quiere.

Pero ni siquiera el estoicismo es imperturbable del todo.

Cuando se reencontró con Alberto se negó a creer en la magia. Sin embargo, el paso de los días y el hecho de caer en la trampa de querer interpretar las señales la habían conducido a dejarse arrastrar por ese pozo de misterio sin fondo que eran Alberto y sus ojos negros y llenos de miedos y ganas, en batalla constante. ¿Cuándo puede saber uno si está de verdad preparado para amar?

Marga abrió el cajón donde guardaba las medicinas y se levantó para desayunar, pero a mitad de pasillo se detuvo, entró a la cocina únicamente para coger un vaso de agua y se volvió a su habitación. Su estómago no iba a quejarse: llevaba días sin sentir una pizca de hambre.

Se tragó un par de pastillas y cerró los ojos, muy inmóvil, para evitarse en todo lo posible el dolor de cabeza. Sintió la ansiedad que le provocaba la necesidad de calma, y se tapó con las sábanas, deseando que ojalá algo tan simple pudiera curar también el frío por dentro.


domingo, 22 de mayo de 2016

Arañazos.

Parece que no.
Que no existían esas fórmulas.
Que a veces es mejor derivarse a la filosofía y hacerle caso a aquellos de la escuela de Ockham que opinaban, como él, que la respuesta más sencilla suele ser la más probable.

Todavía no sé si existen esas fórmulas.
Pero sí
-porque los noto-
estos arañazos que duermen conmigo desde hace días.
Los siento
protegidos por las paredes de mi cuerpo.
La intranquilidad,
los coletazos de ansiedad,
la tristeza muda y gritona,
el amargor de no querer dedicarle tiempo a la comprensión.
El tiempo
que implora
paciencia.
Paciencia.
Lo único a lo que puedo agarrarme ahora,
en estos días,
estas horas envenenadas,
la promesa de que si aguanto todo irá mejor,
si respeto todo irá mejor,
si guardo silencio todo irá mejor.

Y así.
Continúa la tempestad en mis adentros,
acallada,
destemplada,
desgarrada a arañazos de nostalgia,
de recuerdos,
de preguntas,
de tequieros que hasta hace poco existían.

Pero ahora no.
Como esas fórmulas.

Ahora sólo existen estos arañazos,
socavando mi piel,
disputándose el control de mi alma,
re-herida,
re-deshecha,
re-desengañada,
re-entristecida,
pero, aun así, aunque no cure esos latigazos sanguinolentos,
orgullosa
de la valentía
-una vez más
(valentía de mierda, de qué sirves cuando los silencios arañan)-.


La esperanza
de que el tiempo sanará esta incertidumbre
me golpea
y
hace que me sienta de nuevo engañada,
desmerecida
y, tal vez, equivocada.

Paciencia.
Mientras desenrollo las vendas que guardé no hace mucho
-menos mal que las conservo-
y espero a que los arañazos cesen.
Y se lleven,
así,
esta negrura de desencanto.

lunes, 16 de mayo de 2016

Mi piel en silencio grita: "Sácame de aquí"

Cae la piel rota
dejando al descubierto la otra 
con más brillo que la que cae 
porque algo está alimentando. 

viernes, 13 de mayo de 2016

Hace casi un año alguien usó justo este texto, entre otras cosas, para mover mis hilos al compás de un dolor tan intenso que todavía hoy, a ratos sordos, hace que me sangren las costuras. Pero después de 365 días desde ese paseo nocturno, y de muchísimos otros, sólo puedo sonreír y sentirme contenta al seguir diciendo bien alto: "Sigo aquí".

Y, por suerte, más sana y más cuerda.

Caminar de noche a solas por las calles de Madrid me ha transportado hoy a los tiempos de 2011 y 2012, cuando estaba aprendiendo a recomponer todos mis pedazos. El ambiente nocturno menos frenético de la capital me transmite una calma extraña que no se ha ido de aquí desde mis largos paseos en soledad con mi música y mis ganas de salir del agujero. Recuerdo una de esas tardes-noche, en la calle Preciados, cuando me encontré a un conocido de la universidad al que le hablé de mis caminatas después de que, apesadumbrado, me dijera que su chica lo había dejado.
- Pues, la próxima vez, cuando pases por Sol, haz una parada, llámame y te invito a un café en mi casa- me contestó.
Yo le sonreí e internamente decliné el ofrecimiento. En muchas ocasiones sé cuándo no voy a hacer algo; podría arriesgarme o intentarlo, y a veces lo hago, pero otras, sin embargo, simplemente sé que no voy a hacerlo.
Hay algo oscuro pero íntimo en esas noches en las que camino sola. Algo que no sé definir pero que sé que me define. Como si fuera en esos momentos cuando aflora esa parte de mí que siempre será mía y de nadie más, porque sólo la conoceré yo, y se extiende por mi cuerpo, de manera natural, como diciéndome:
"Sigo aquí".