Hace casi un año alguien usó justo este texto, entre otras cosas, para mover mis hilos al compás de un dolor tan intenso que todavía hoy, a ratos sordos, hace que me sangren las costuras. Pero después de 365 días desde ese paseo nocturno, y de muchísimos otros, sólo puedo sonreír y sentirme contenta al seguir diciendo bien alto: "Sigo aquí".
Y, por suerte, más sana y más cuerda.
Caminar de noche a solas por las calles de Madrid me ha transportado hoy a los tiempos de 2011 y 2012, cuando estaba aprendiendo a recomponer todos mis pedazos. El ambiente nocturno menos frenético de la capital me transmite una calma extraña que no se ha ido de aquí desde mis largos paseos en soledad con mi música y mis ganas de salir del agujero. Recuerdo una de esas tardes-noche, en la calle Preciados, cuando me encontré a un conocido de la universidad al que le hablé de mis caminatas después de que, apesadumbrado, me dijera que su chica lo había dejado.
- Pues, la próxima vez, cuando pases por Sol, haz una parada, llámame y te invito a un café en mi casa- me contestó.
Yo le sonreí e internamente decliné el ofrecimiento. En muchas ocasiones sé cuándo no voy a hacer algo; podría arriesgarme o intentarlo, y a veces lo hago, pero otras, sin embargo, simplemente sé que no voy a hacerlo.
Hay algo oscuro pero íntimo en esas noches en las que camino sola. Algo que no sé definir pero que sé que me define. Como si fuera en esos momentos cuando aflora esa parte de mí que siempre será mía y de nadie más, porque sólo la conoceré yo, y se extiende por mi cuerpo, de manera natural, como diciéndome:
"Sigo aquí".
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