Lo besé despacio, con el sabor del tabaco en la boca. Creo que sólo lo hice porque los dos sabíamos que no nos queríamos y, sobre todo, que no íbamos a querernos nunca. A nuestras espaldas las conversaciones nocturnas apagaban el estruendo de canciones de rock que salía del bar donde habíamos vuelto a encontrarnos, y en medio del amor-odio a las casualidades decidimos sonreírnos y preguntarnos sobre qué había sido de nuestras vidas.
Él era el recuerdo al que recurría siempre que me sentía herida; un rostro sereno y tímido en blanco y negro. Yo para él, sin embargo, seguía siendo aquella chica asustada pero atrevida que conoció en la universidad, y esa noche nos reímos por primera vez de nuestro primer encuentro.
Me pasó el brazo por los hombros y agradecí el gesto apretándome contra su cuerpo y descansando la nariz en el hueco de su cuello, mientras aspiraba su olor. Pensé que podía quedarme dormida así justo cuando él me pasó otro cigarro y yo le regalé las pertinentes marcas de carmín. Seguimos hablando de cine mientras se nos hizo de día y el sol nos dijo que era hora de volver a casa.
Me dejé guiar por su mano, enorme y fría, y después de días agitados me sentí en calma. Le dije que era como mi falso refugio, y él sonrió de nuevo, guapo por dentro y por fuera.
- Casualidades... - me contestó. Y seguimos caminando.
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