No pensaba en nada en concreto. Se concentraba en la canción que sonaba en sus oídos, en cómo la identificaba con esa persona. Sonreía, pero en realidad seguía notando esa tristeza que se le pegaba en las mejillas, la misma que la hacía estallar y romper a llorar los viernes por la noche. Cuando más sola se sentía.
Llegaba tarde, como siempre que tenía que acudir a su academia de dibujo. Ya casi iba a dejar las piscinas atrás cuando vio a aquel pelirrojo y su novia, sonrió con más intensidad al ver cómo estaban agarrados. Casi sintió las ganas de verse que habrían guardado durante toda la semana de clases. Se dijo que no los iba a molestar, que en una hora los iba a ver, así que siguió caminando. Pasó el primer tramo del paso de cebra doble y el semáforo se puso en rojo asaltándola en la mitad. Bufó, fastidiada, porque siempre le pasaba lo mismo. Miró su reloj digital. Las 17:07. Como siempre.
Se sintió ridícula, odiando esa estúpida rutina, queriendo algo que no sabía qué era. O tal vez sí, y lo ocultaba.
Mientras esperaba a que recuperara su supremacía el hombrecillo verde del semáforo, alguien le tocó en el brazo y se quitó un casco. No lo conocía, y se asustó. La calle está llena de gente, tranquila, no puede pasar nada, pensó.
-Todo lo que has vivido hasta este momento ha sido mentira. Así que párate y ponte en marcha de nuevo. Estáte preparada.
No entendió sus palabras y su mirada sonó recelosa. ¿Qué estaba pasando? Las 17:08. ¿Y el semáforo?
-No has sentido, no has hablado, no has descubierto nada. Todo una ilusión.
Y el sujeto en cuestión se fue, soplando levemente hacia el semáforo al mismo tiempo que se ponía en verde. Desconcertada, siguió su camino. Una ilusión... Sin saber por qué sintió un calor extraño. Como un sabor a esperanza.
Llegó a su academia y se centró en el lápiz de carbón y su dibujo. Pensó que esa máscara de mármol la estaba motivando de veras y que debía contárselo a alguien, pero por unas cosas o por otras comprendió que no llegaría a pronunciarlo en voz alta. Una intuición, mientras volvía a notar ese gris en la mirada. No pensó demasiado en aquel hombre, y en sus palabras. Tenía la mente centrada en lo de siempre, en lo que no quería hacer pero iba a hacer, en las obligaciones, en la amargura debajo de la lengua. Siguió dibujando. Intentando no pensar en nada.
Más tarde, en el refugio hirviendo de la ducha, volvió a recordar el hombre de aquella tarde y lo que le había dicho. Se enjabonó, poco a poco, con el ceño medio fruncido. Cuando volvió a poner en marcha el agua y empezó a pasar sus manos por todo su cuerpo, como siempre hacía, se paró en su tripa.
Ese día no pensó en ella como algo desagradable, ni se la estiró hacia arriba para ver cómo quedaría atractivamente plana. No, ese día no. La palpó con suavidad y algo extraño le rozó las yemas de los dos. ¿Qué pasaba? Se llenó la boca con un poco de agua y la escupió un par de veces, aunque le habían dicho que eso era una guarrada. Solía hacerlo.
Y se dio cuenta. En ese momento, acariciando su tripa de nuevo, se percató. Antes, ahí mismo, en el centro, tenía un ombligo. Un ombligo. Pasó sus manos una vez más por ahí y, sintiéndose en paz, pensó en sus clases de religión del colegio, y en Adán y en Eva, y si tendrían ombligo ellos, en ese viernes, en los que vendrían, en los que vinieron pero en realidad no hicieron acto de presencia. Pensó en qué venía ahora, en lo maravillosa que estaba la vida sin empezar, en el sueño tan desequilibrado que había tenido durante dieciséis años... En que, ahora que podía, al despertar, elegiría ser otra persona que no fuera ella.