martes, 7 de julio de 2009

Se despertó en mitad de la madrugada; el calor era insoportable. Sin embargo, en su fuero interno advertía que no había sido cosa del calor. Era como si sintiera una llamada más allá de lo íntimo o racional. La asustaba la idea misma de responder ante esa llamada, por ello le gustaba creer que lo hacía inconscientemente. Fue hasta la cocina para beber un vaso de agua descalza: el pequeño sentir frío de las baldosas le encantaba, la hacía sentir viva. Cuando cruzó el umbral de la puerta, volvió a la noche anterior. Y a la anterior, y a la anterior...

-¿Por qué?

La conversación solía empezar siempre con esa pregunta, mientras se prolongaba el silencio y le helaba el alma hasta que se escarchaba la tristeza debajo de sus ojos. Se sirvió ese vaso de agua recordando que al principio le daba pavor moverse. Pero ahora ya no.

-No sé si voy a poder seguir mucho tiempo así, ¿me entiendes? Sé que te lo he dicho muchas veces, pero es que no puedo soportar que no me dirijas la palabra. Vienes aquí cada noche, te sientas y esperas a que me despierte. ¿Por qué? ¿Por qué esta condena de mirarte y no conseguir ni una palabra?

Él la miró en la penumbra. De noche, la cocina no parecía una cocina; tal vez sí una habitación de algún maltrecho hospital. Sólo faltaba una luz bizqueando.

-Sé... Sé que si regresas es por algún mecanismo extraño de mi mente. Y no entiendo por qué sigo permitiendo que me rompa en dos al verte. ¿Es que tú no puedes hacer nada? ¿No decías que, si sufría yo, sufrías tú? ¿Por qué seguir sufriendo?

El cansancio era ya abrumador. El cansancio de todas las noches, de la misma rutina diabólica, el silencio que se colaba entre los pliegues de la ropa. Las preguntas de ella, la ausencia de palabras de él y, finalmente, el acercamiento. Siempre seguían el mismo patrón. Así que él se acercó con delicadeza y la abrazó transmitiéndole una fuerza fría pero cálida, que le encendió los recuerdos. Ella contempló una vez más cómo hablaban, paseaban, se amaban y soñaban los dos en tiempos mejores, antes de toda aquella pesadilla que la perseguía. A ella le encantaba que hablaran. De nuevo, lloró. Lloró melancólica aferrándose a la espalda de él para que no se marchara, no la dejara otra vez. Notaba el pecho subir y bajar con violencia, con demasiada violencia. Lloraba con desesperación; esa noche también había tomado una decisión.
Poco a poco, se alejaron y ella lo miró secándose la escarcha de las mejillas. Se sintió inexplicablemente llena de paz y lo besó suavemente en los labios. Él cerró los ojos, sorprendido.

-Hoy es nuestra última noche. Ahora lo sé. Cuídame, mi amor, cuídame de alguna manera...

Y se marchó a su habitación, descalza y sintiendo las baldosas calientes. Su temperatura corporal disminuía al estar con él. Se abrazó a la almohada y lloró lo que quedaba de noche volcando esos recuerdos en las sábanas, jugueteando con ellos, aprendiendo a asentarlos en cada latido sin que hirieran su piel otra vez.

Amaneció y se durmió por fin. Para despertarse en mitad de un rayo de sol y no de la noche, murmurando para sí que todas las noches anteriores habían sido un sueño, y quedándose con el recuerdo que le cerraba los párpados siempre: él, dormido eternamente, en un vehículo de madera de nogal hacia quién sabe dónde.

No hay comentarios: