Tenía la espalda más bella del universo. Tenía el recuerdo de ella en la ducha, con el pelo empapado cayéndole en cascada hasta casi la cintura, y ese lunar justo donde finalizaba su columna. Ella siempre se duchaba mirando a la pared, de espaldas, y a él le gustaba pensar que era solamente para provocarlo. Porque le volvían loco las curvas de sus caderas, su piel pálida, y el cuello despejado guiando sus hombros. Hasta el par de cicatrices que tenía en ella le fascinaban; estaba hermosa hasta cuando mentía sobre cómo se las había hecho, porque él sabía que era una mentira. Pero hasta en ese momento se sentía arder desde adentro, y sabía que en sus pupilas se veían llamas cuando la miraba mover los labios.
Llegó un momento en el que las yemas de sus dedos sólo respondían al impulso de mirarla, de recorrerla con delicadeza mientras ella dormitaba abrazada a la almohada, tapándose sólo las piernas, dejándole su espalda y sonriendo a medias.
Por eso la echaba tanto de menos. Porque todavía no había hallado una espalda como la suya. Se propuso levantarse e ignorar el sufrimiento de sus dedos para encontrar una que también le sirviera, para que le trajera otro aroma distinto a su locura, y lograra olvidar esas cicatrices, ese lunar endemoniado. Pero no pudo. Hasta el momento, no lo había conseguido.
La primera que conoció tenía la boca marcada de carmín, e imaginó esas marcas rojas en su almohada. Sin embargo, algo falló... No era esa espalda. No lo fue. Ni siquiera pudo guiar a sus dedos, porque en su estómago comenzó a reaparecer el dolor, y no pudo soportarlo. Tampoco con la segunda, la tercera, la cuarta. Y así muchas más. Tantas que perdió la cuenta. Enloquecía en el momento en el que les arrancaba la ropa y encontraba lunares equivocados, ausencia de cicatrices, pieles más morenas.
No era ella. Pero lo intentó.
Intentó que de esas pieles saliera la piel de ella. Mientras se limpiaba la sangre de las manos después de cada noche, veía reflejada la ducha en el espejo del baño, y la veía a ella duchándose de espaldas sólo para provocarlo. Menuda zorra. La maldecía cada vez que se quedaba sin habla y se le nublaban los ojos, para despertar allí, lavándose las manos. Y volver a su cuarto, con paso ligero, para revisar y vigilar el cuadro que estaba creando.
Pero no era ella. Era sólo una broma macabra que estaba erigiendo desde sus recuerdos. Suspiraba lentamente entonces. Todavía le faltaba encontrar ese lunar.