Le dije a sus ojos que no podía protegerlo y los vi romperse delante de mí. Estoy segura de que el golpe del momento le impidió saber que estaba mintiendo. Porque siempre sabía cuándo estaba mintiendo.
Lo cierto es que no podíamos seguir así. Bueno, al menos no yo. Cada vez sentía las manos más manchadas de culpabilidad y no podía soportar que también le salpicara a él. La solución parecía fácil: ve con él. Pero opté por protegerlo siempre detrás de una pared, observándolo en silencio, tragándome las palabras que quería decirle. Entre su supervivencia y la mía había escogido la suya; entre su corazón encogido y el mío prefería mil veces sentir yo misma el dolor que escuchar cómo se retorcía el suyo al latir.
Me dijeron que fue cobardía. Y pudo ser. La verdad es que no me replanteé qué fue hasta que lo volví a ver feliz y cada sonrisa era para mí un día más de condena. Intentaba obligarme a alimentarme de su felicidad, pero ese era un privilegio que se había terminado y que, no obstante, sólo funcionaba cuando yo era feliz con él. No por él.
Sé que ya no lo necesita pero todavía me quedo absorta pensando si estará bien. Me lleno de angustia cuando vuelvo a recordar el momento en el que le dije que no iba a volver a protegerlo, y siento escalofríos cuando sospecho que sí que supo que estaba mintiendo.
Me faltan entonces las bocanadas de aire. Todavía hoy.
1 comentario:
Cuánto hacía que no me pasaba por aquí. Casi había olvidado que naciste con la pluma en la mano, que las palabras con tu lecho y tu vehículo. Casi.
Pero me voy con la certeza de que, ciertamente, quien puede hacernos ver y sentir cosas como las que tú nos haces ver y sentir tiene alma de escritor.
Saludos :)
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