Se nota la vuelta a la realidad en la alergia que me surge impasible ante la hipocresía y el egocentrismo que aguardan detrás de cada esquina cuando uno se decide, o debe hacerlo sin más, a salir de su refugio. Mi vuelta a las calles supone también mi vuelta al enfado casi constante, a las preguntas bullendo en mi cabeza y al cansancio ante tantas y tantas personas que me hastían con su estela adornada y sus malas palabras -que ya apenas ni miradas- cuando comprenden que no voy a seguirles el juego. Con este calor podría ahogar la rabia en la piscina y en el sonido de mi respiración rebotando contra el césped mientras el sol me lame las gotas de agua que resisten en la piel. Pero me conozco y en lugar de ello sé que cualquier contacto con el mundo exterior va a originarme este amor-odio visceral y pasivo, un cóctel que para muchos podría antojarse letal pero que para mí es mi constante, mi día a día. Es duro volver de vacaciones. Apretar de nuevo el botón de play.
Sin embargo, sonrío plena con esta sensación en el pecho que me repite que no necesito compartir esta paz con nadie más. Que no siento ninguna necesidad de invadir las Redes Sociales de algo más que de unas cuantas palabras en clave o alguna canción que si bien su significado podría ser intuido por algunas personas sólo una lo entenderá completamente. Mantengo fresco en mi cabeza el recuerdo de un rostro enmarcado en azules: sus ojos cerrados ante el sol de un martes cántabro inusualmente cálido, sobre su rostro el cielo sin nubes y, más alejado, el azul del mar de la playa de La Arnía.
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