No puedo evitar sentirme algo triste. Es una tristeza leve y comedida, que está aquí conmigo pero no duele; hace que haya un poco más de gris pero no de manera nociva, sino paciente. Es como un regusto lejano que sé que me amargará con más fuerza dentro de unos días.
No puedo pensar en cualquiera de los momentos de este verano sin notar cómo se agita algo dentro de la extensión que cubre desde mi estómago a mis clavículas. En mi mente se acumulan como la típica colección de flashbacks que aparece en algunas películas como recurso facilón cuando uno de los protagonistas recae en algo y a su cabeza vuelven uno tras otro recuerdos que parece que haya descubierto justo en ese momento. Pero a mi pensamiento no vuelven, sino que están ahí.
Guardo la sensación de recorrer por primera vez a oscuras el pasillo de tu casa mientras tú me guiabas de la mano y girabas a la derecha, luego a la izquierda y luego a la izquierda otra vez. Un camino que pude registrar ya con luz aquel domingo en el que anochecía en Zaragoza y en tu habitación mientras yo te preguntaba el significado de ese póster, y tú me hablabas de tiempos pasados sin soltarme la mano. La luz se iba apagando, pero recuerdo que no dejé de verte en ningún momento.
Supongo que también de esto trata vivir, de que haya circunstancias que nunca dejen de sorprendernos. ¿Cómo es posible que alguien descreído que comenzaba a aceptar su realidad sentimental se vea ahora así, sin vuelta atrás? No todos los contratos se firman con papel y bolígrafo; tú y yo firmamos el nuestro cuando entre burbujas de cerveza de siete grados y ruido de música y gente nos cogimos de la mano y nos miramos con esa media sonrisa, tu media sonrisa de hombre y de niño, de seguridad y sorpresa, de magia y vacile. Nuestra media sonrisa de trascendencia, de ser conscientes de que vivíamos uno de esos días que, de una manera u otra, no pasarán desapercibidos jamás en esas líneas temporales que nos cruzaron irremediablemente.
En esta colección de momentos inesperados nos veo dormidos en el cine, cruzando el Paseo Independencia en medio de una tormenta de verano, curando la humedad de la ropa con un chocolate caliente en agosto y curando luego nuestras pasiones en la cama, despertándome en mi habitación contigo al lado, mirando por la ventana en un restaurante de paredes blancas con vistas a una de las mejores playas en las que he estado, esperándote impaciente en la estación, bajando de mi casa y abrazándote sintiendo cómo se me deshacía al segundo el nudo en la garganta, colgada del móvil hasta que te sentía mejor, gritando contigo, riendo en tu sofá, madrugando un día cualquiera para buscar tu cortina en Urgencias y cogerte de la mano.
Entre este torrente imparable resuenan tímidas unas notas musicales y me veo a mí entrando en tu habitación y me encuentro contigo y tu guitarra. A tu lado hay un cuaderno donde has garabateado las claves para tocar y cantar Lost stars, y entonces comienzas a darle vida a la letra, mientras tus manos no paran, y no puedo más que tumbarme y observarte, mientras me pregunto qué clase de magia nos ha llevado aquí.
La canción avanza y a veces sonríes y vuelvo a notar esa sensación en el pecho y pienso. Pienso en cómo es posible despertar tan de pronto y saber que ya no voy a ser la misma si me faltas. Que ni siquiera voy a esperarte: no hará falta, porque estaré contigo, como todos esos días desde que supimos implícitamente a través de nuestras manos que esto no acababa en el Viña.
Ático 4 |