Estaría mintiendo si dijera que soy la amante perfecta. Suelo procurar ser honesta porque me gusta que lo sean conmigo, así que no: no lo soy. He pasado tiempo sin saber qué significado tenía ese verbo del que deriva el adjetivo, y durante meses estuve convencida de que vendrían otros tiempos en los que yo seguiría sin saber amar, pero que serían tiempos igual de potencialmente maravillosos como podrían serlo en otra ocasión. Aunque incluso en mi mente, caliente de sangre y pensamientos, la afirmación sonaba fría.
Fría como yo, a ratos, porque no, no soy la amante perfecta. Me arrebataron mi independencia y por eso ahora siempre la tengo presente; si bien en los últimos meses he sufrido conflictos en este sentido, porque podría decirse que factores externos comenzaron a resquebrajarme. Suena destructivo, pero nada más lejos de la realidad: me estaban edificando de nuevo. Creando. Lo estaba haciendo yo, en parte, dejándome llevar por todo aquello que pensé que ya no era para mí.
Hay muchas variantes y circunstancias que nos rodean y afectan, y mi caso no es diferente. Lidio y convivo con ellas y me acomodo junto a muchas otras que han erigido estos últimos meses mi día a día haciéndome diferente. Más intensa, tal vez. Más llena de pasión. ¿Más amante? No lo sé.
Amo más. Pero no sé si eso me convierte en más amante. En el fondo sigo siendo la misma; la misma torpe y desapegada, la misma celosa de sus principios, la misma que tiene presente el pasado sólo para que no vuelva a repetirse. No se ha ido. Pero ahora estoy despierta, dispuesta, expectante, animada, enérgica, esperanzada, optimista. Soy una persona renovada, construida encima de mí misma, sin rechazarme, completándome a través de esa calidez que hace meses ya no conocía. Aunque siga sin ser esa amante perfecta, ni me interese serlo: la perfección acabaría trayendo hastío y desinterés, y justo es ahora cuando me han vuelto las ganas de comerme el mundo.
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