miércoles, 15 de abril de 2015

Manchas.

Al principio fue sólo una. Pensé que no importaba. Luego vinieron algunas más y después de esas, con las que vinieron después, tuve que empezar a taparlas con la ropa que me ponía. No molestaban. Solamente las tapaba. Llegó un momento que las prendas de verano no las cubrían todas y en ocasiones tenía que colocarme un pañuelo cuando estábamos a cuarenta grados, y eso despertaba la curiosidad y la preocupación de la gente. Cuando comenzaron a subir por mi cuello y me cubrieron los rasgos, empecé a no salir a la calle. Ponía excusas. De repente se me daba demasiado bien poner excusas. Un día no logré mirarme al espejo porque no quedaba nada de mi piel sin cubrir, e intenté, de nuevo, ponerme algún tipo de excusa. Lo hice. Pero al rato me vi reflejada en el cristal de uno de los armarios de la cocina y me derrumbé. No me veía. No quedaba nada de mí. Entonces lo supe, o más bien lo comprendí, porque saberlo lo había sabido siempre. Necesité que no quedara nada de mí para darme cuenta de que me estaba perdiendo a mí misma, cubierta por todas esas manchas. La primera lágrima sincera describió un ligero cauce entre aquello en lo que se había convertido mi piel. Quise recuperarme.

Fui al baño, y dejé que corriera el agua de la ducha.

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