Cuando Lena cortó con las tijeras el trozo de precinto, lo frotó contra la caja para que no se despegara. Había utilizado ese caja en una de sus muchas mudanzas, y se hacía patente cierto maltrato. Cortó varios trozos más y rodeó con ellos el objeto de cartón, asegurándose de que quedaba bien cerrado.
Decidida a meterla debajo de la cama, para que escapara a su vista, esbozó una sonrisa amarga al darse cuenta de que, tal y como había empaquetado todo, la caja no cabía bajo el somier. Tenía que ladearla, pero no quería; temió por todos los objetos que había depositado dentro. Algo desorientada, estudió su pequeña habitación buscando un espacio donde pudiera dejar esa caja confiando en no topársela a diario. No lo encontró.
Algo resignada, se decidió por depositarla detrás de la puerta, con otra caja encima. Ahí quedó, ciertamente desangelada, y Lena no pudo más que suspirar y concentrarse en templar sus nervios.
Pensó en los viernes. Se adivinó una vez más saliendo de trabajar o llegando a la estación de trenes y autobuses mirando hacia todas partes sin poder evitar ese acto cercenador. Podría haberlo llamado reflejo, pero se habría mentido a sí misma: no era un reflejo, era algo que simplemente quería que ocurriera. Buscar con la mirada a una persona que ya no iba a estar. Y encontrarla.
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