- ¿Crees que esto cambiará alguna vez, abuela?
Marzul miró a su nieta, y se sintió tentada de acariciarle el cabello, pero supo que Ictria ya era demasiado mayor para esas muestras de cariño que, por lo general, solían estar reservadas a las abuelas y a sus nietas más pequeñas.
- Ictria...
- ¿Qué?
La joven la miró, con sus ojos grandes e inquietos. En sus pupilas había una ligera señal de desprecio, el signo del rencor que la chica iba acumulando conforme pasaban los días y aumentaba su sensación de insatisfacción. Su abuela sabía reconocerlo, pero no había nada que pudieran hacer. Excepto mantenerse a salvo.
- Esto es lo que nos ha tocado vivir. ¿Por qué debería cambiar?
Ictria desvió la mirada, descontenta con la respuesta de su abuela de sangre. No podía evitar que latiera en su interior cierta rabia; así se había sentido desde que le alcanzaba la memoria. Era un sentimiento que no se iría de su pecho hasta que se sintiera libre. Pero, ¿libre cómo? ¿Cómo se podía ser libre en un mundo en el que nacían condenadas a esconderse, aunque sólo pareciera importarle a ella?
La anciana sabía que no le quedaba mucho tiempo. Lo presentía en el aire que quemaba sus pulmones cada mañana, y la idea de dejar a su nieta la apenaba más que cualquier otra cosa. Ictria necesitaba una guía, o se desviaría de una manera que podía resultar mortal. Marzul había vivido ya más de lo que las habitantes de los subsuelos solían durar, y en cierta medida se sentía preparada para cerrar los ojos y dejar de sentirte en tensión. Como si fueran a atraparla en cualquier momento. A ella, y a todas las demás.
Desvió esos pensamientos que tan poco ayudaban a las arrugas de su alma, y volvió a concentrarse en su nieta. En sus adentros más íntimos, la entendía. Marzul apenas recordaba cómo se sentía cuando la luz del sol impactaba en su piel y nublaba su visión, pero al menos era una de las afortunadas que habían conocido ese recuerdo. Su nieta, sin embargo, había pasado cada uno de sus días en los subsuelos y, aunque eso era una buena señal, porque significaba que seguía viva, podía comprender su frustración. Ictria había nacido con unas inusuales ganas de conocer y descubrir. Esas ansias, compaginadas con una vida de confinamiento para sobrevivir, le producían a su nieta una existencia desagradable e incompleta. Pero, de nuevo, apenas había nada que pudieran hacer si querían seguir con vida.
- Tal vez, si mejoras tu instrucción, podrías unirte a las cazadoras de víveres en cuanto estuvieras preparada. Como tu madre... -le propuso su abuela, sabiendo que la chica rechazaría esa opción, porque siempre lo había hecho.
- No quiero ser una cazadora de víveres. ¡Cazadoras de víveres! Sólo el nombre es estúpido.
- ¡Ictria!
- ¿Qué, abuela? Es así. Además...
Su nieta, testaruda y llena de fuego, se frenó poniendo todos sus esfuerzos en controlar su lengua. Su abuela, no obstante, la animó a que continuará hablando.
- Además, ¿qué?
- Son unas cobardes. Como mi madre.
Las dos guardaron silencio después de la última estocada verbal de Ictria. La joven sabía que no debía haberlo dicho delante de Marzul, pero, ¿por qué debía controlarse? Apenas podía dar dos pasos sin que la vigilaran; al menos le quedaba la libertad de sus palabras. Estaba furiosa, y eso es algo que nadie podía arrebatarle.
- Yo no quiero cazar víveres, abuela - añadió a los minutos, dulcificada.
- Lo sé, Ictria.
- No es eso lo que quiero...
- ¿Y qué quieres? ¿Salir al exterior como si no pasara nada? ¿Quieres que te maten? ¿Que nos maten como asesinaron a nuestras antepasadas y a todas las que no tienen la suerte de seguir aquí, respirando este oxígeno vacío que no deja de ser oxígeno que nos permite seguir viviendo?
Ictria frunció el ceño, dolida por la dureza en la voz de su abuela de sangre. No, no era nada de eso lo que quería. Al menos no directamente.
- No, abuela. Yo quiero cazar hombres. No víveres.
Su abuela se llevó las manos a su frente, resignada y disgustada con la fantasía atroz de la joven. Como siguiera así, la catalogarían como lunática, y se acabaría cualquier atisbo de sueños imposibles.
- Cazar hombres, abuela. ¡Piénsalo! Si son ellos los que nos han hecho esto, los que nos aniquilian... ¡¿Cuándo vamos a empezar a devolvérselo?!
Ictria se levantó, rabiosa. Miró a las alturas, y dio una patada a un trozo de tierra. Allí, escondida en las entrañas de la ciudad, con el sol siendo poco más que una leyenda, siempre era noche cerrada.
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