La estación estaba llena de gente y, aun así, como por un golpe mágico y brutal, la vio. Caminaba rápida, escuchando música y con la melena ondeando tras su estela de prisa. ¿De qué la conocía? La conocía de algo, pero no recordaba de qué.
Esa noche, cuando volvió a su apartamento, dolorosamente vacío, supo responderse: la conoció en un taller de escritura... ¿Cuándo fue? ¿Hace un año, un año y medio...? Recordó que le quedaban seis meses para casarse. ¡Mierda! Parecía que todo tenía que girar en torno a la boda.
Relajó su ceño, y se acostó. Por primera vez en meses, durmió tranquilo. Y por eso, sintiéndose un ser casi enfermizo, pero en parte liberado, motivado, renovándose, volvió a la estación algunos días después. A la misma hora. No sólo porque quisiera verla, pero sí. Esperando verla. Y la vio.
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¿Cuántos años tendrá? Era joven... ¿Alrededor de 20? Uf, no más de 25. Aunque igual engaña. En fin, soy un viejo... Y me cortaron las alas.
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Un día, sabe que ella ha reparado en su presencia. Detiene algo confusa su paso y se queda mirándolo con la duda en su rostro. ¿Lo recordará? Antes de que Alberto aparte la mirada, sintiéndose culpable e infantil, sus ojos vuelven a conectar unos segundos y saltan chispas. Eso cree él.
Y eso comprueba al día siguiente, cuando, sentado en un banco más alejado -todavía se siente avergonzado, probablemente quedó como un pervertido- observa que ella parece buscarlo con la mirada. ¿Lo busca? ¿O se ha convertido todo en una obsesión febril y adolescente que lo hace alucinar?
Al día siguiente, ocurre lo mismo. Por eso, guiándose por una vez por un impulso casi primigenio, Alberto se sube al mismo tren.
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Está agarrada a la barra del vagón con dificultad, mientras con la otra mano sujeta un libro que intenta leer, ajena al bullicio del tren repleto de personas más felices y con muchas más ganas de hablar que ella. Alberto intenta abrirse paso hacia ella sin llamar la atención; le asusta tantísimo lo que está haciendo... Pero sigue sorteando cuerpos y mentes, para llegar hasta ella y, ¿decirle qué? No lo sabe. ¿Qué está haciendo?
Cuando ya está próximo, alguien le sale al paso y le dificulta el avance. Al final Alberto tiene que acomodarse como puede a las espaldas de ella, lo cual, piensa, le hace parecer todavía más pervertido. Mientras piensa el siguiente paso a realizar y se plantea seriamente bajarse en la siguiente estación y marcharse corriendo, ella levanta la vista, algo triste y cansada, y, reflejado en el cristal del vagón, reconvertido en espejo por la influencia del túnel oscuro que están atravesando, lo ve.
Se quedan mirando durante unos segundos eternos. Ella cierra su libro y deja caer el brazo, que impacta con la mano de Alberto consciente de ello. Alberto... Recuerda su nombre. Cree que él no recuerda el suyo. Él se aproxima a ella y cierra los ojos mientras acerca la nariz a su pelo, electrizado. Ella lo agarra de la mano sintiéndose en mitad de una película y, sujetos así, soportan el traqueteo del tren.
- Marga... - susurra Alberto. Y ella lo escucha.
Marga. Se llama Marga. Acaba de recordarlo.