La sección trabaja. Se nota, porque son más de las ocho y siguen aquí. La subdirectora mira por encima del hombro lo que el redactor escribe a toda prisa. ¡El Mundo ya lo ha dado, El Mundo ya lo ha dado!, vocifera el redactor jefe.
Anoche aparecieron los cadáveres de dos chicas que habían desaparecido en Cuenca, y el principal sospechoso, el ex-novio de una de ellas, acaba de ser detenido en Rumanía. Trabajan rápido, para que la información sea dada bajo el yugo de un logo lo antes posible. También ayer a una becaria le mandan transcribir los cortes de unas declaraciones para televisión. Un bebé de tres meses ha sido degollado por su madre en la capilla del cementerio y el empleado que lo encontró y el hermanastro del niño responden como pueden a los envites del micrófono. ¿Qué puede contar el que ha descubierto el cadáver de un bebé o el que acaba de perder a su hermano en manos de su madrastra? ¿Por qué se ríe a carcajadas una de las redactoras mientras habla por teléfono de un crimen? ¿Cómo se tranquilizan las familias con los golpes constantes de la Red, del morbo, del debate, de los juicios, de las fotos, de los párrafos que se repiten? Otra carcajada.
Duele el cuerpo de cansancio, de ausencia, de lejanía, de tiempo, de saturación, del mundo, de lo que hay ahí fuera, de los teléfonos que suenan, las risas, los gritos, la rapidez, los logos, el hambre, las teclas.
Está atardeciendo. Los párpados se caen.
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