Hay turbulencias.
Siempre creí que para poder emprender un nuevo viaje había que deshacerse del equipaje del anterior. Que, de alguna manera, debía purgar todas las consecuencias de las acciones, propias o no, y limpiarme las heridas para después vigilar de cerca que las cicatrices no supuraran.
Tomo asiento siendo consciente de que mis antiguas maletas todavía me esperan, y eso hace que me revuelva nerviosa en mi sitio. Me abrocho el cinturón con manos temblorosas pero sin embargo agarro el billete con fuerza: no dudo de lo que quiero, pero tal vez sí lo hago de que no vaya a contagiar mi torpeza, una inédita y recién adquirida. Despego.
Temo haber provocado estas turbulencias. Me revuelvo angustiada y recuerdo antes de nada que ya no voy a volver atrás. Que no quiero hacerlo. Pero eso no le resta importancia al hecho de que tal vez no debí iniciar un viaje que implicara a más pasajeros. Apenas me da tiempo a pensarlo.
Porque entre los nubarrones que azotan el cristal de mi ventanilla vislumbro sus ojos, como dos focos de cordura, y a mi carne trémula llega su temple, armado de paciencia, y aunque tiene que aguantar varias embestidas de mi ánimo acaba haciendo que crea que todo saldrá bien.
Los veo, a sus ojos, pequeños y grandes, según mande el momento, y arrojan luz sobre el camino que se me estaba llenando de tormentas. El trayecto es imparable y no voy a ser yo la que se baje. En algún viraje inesperado todavía pueden resentirse las costuras de mi piel, pero he dejado de creer en que siempre haya que lamerse los arañazos en estricta soledad.
Ya no hay turbulencias.
Hay una voz. Entre canción y canción, me dice "Ven aquí" y el viaje continúa.