Antes de despertar y tomar consciencia de dónde estaba, Alberto ya pudo notar la desolación heladora de su casa. El sol iluminaba el espacio diáfano, pero se negó a salir de debajo del edredón hasta que no se le pasara esa súbita sensación de inmensidad y vacío. Se rió, amargamente: entonces podía estar días metido en la cama.
Pensó que la música lo salvaría, que el trabajo podría ponérselo fácil o que continuar con sus quehaceres cotidianos contribuiría a que el dolor fuera convirtiéndose poco a poco en melancolía. Pero desde hacía días sentía la ausencia de Marga, lacerante, ubicada en un abismo que se le había abierto en medio del pecho.
Se levantó y encendió la cafetera. Segundo a segundo, se autoconvencía de su decisión, repasaba las ventajas y hablaba consigo mismo repitiéndose que la soledad era la mejor opción cuando estaba en riesgo el bienestar de la persona a la que se quería. ¿Hasta qué punto desear la protección de alguien podía suponer apartarlo y ocasionarle dolor? Alberto todavía no había logrado responder esa pregunta; al principio creyó tenerlo claro, pero conforme el reloj se iba desmarcando del momento en el que tomó esa decisión iban creciendo las dudas. Y el miedo, que no se marchaba.
Dio vueltas al café sin azúcar mecánicamente, evitando levantarse y comprobar la ausencia de notificaciones en su teléfono móvil. Al final lo hizo, y comprobó la ausencia de Marga en su teléfono móvil. Además, su apartamento no le daba un solo respiro: los colores y las formas que registraban sus ojos lo devolvían a recuerdos con ella, a todos los momentos que se regalaron desde que él decidió abrirle la puerta de su refugio aun sabiendo que sus heridas no estaban curadas del todo. Pensó que el elixir de Marga le ayudaría, pero al final del camino se había sentido incapaz de sobrellevar sus taras sin sentirse insuficiente para ella.
Recordó el día en el que la trajo a su piso por primera vez, y no pudo evitar que las manos le temblaran. Marga...
Cogió otra vez el teléfono y buscó su número. Dudó sabiendo que no iba a llamarla. Esperó unos segundos.
Volvió a la cama. El café se le quedó frío.
***
La despertaron los latigazos de dolor en las sienes, al ritmo de sus latidos. Pum-pum, pum-pum, pum-pum. Marga no opuso resistencia y dejó que le cayeran un par de lágrimas por las mejillas mientras se incorporaba con cuidado para que no le explotara el cráneo y manchara las paredes de su habitación de sangre y sesos.
Qué resaca, pensó. Qué dolor en el pecho, se respondió a sí misma.
La noche anterior había salido para no quedarse en casa y sus pocas ganas de divertirse, unidas a las semanas tranquilas en las que apenas había probado el alcohol, fueron la ecuación perfecta para que su jaqueca fuera equivalente a su apatía.
Miró el teléfono por pura costumbre sin poder esquivar pensar en Alberto y en que desde hacía días no sabía nada de él. No obstante, sabía que iba a seguir así. Lo tuvo claro desde el principio, cuando vio la firmeza en sus ojos, y no se resistió a retenerlo porque habría sido absurdo. ¿Qué sentido tiene sujetar a una persona que quiere irse? La única manera de salir adelante era afrontar ese dolor sordo y dejar atrás la rabia a golpe de simplificación: dos personas no deben estar juntas si una de ellas no quiere.
Pero ni siquiera el estoicismo es imperturbable del todo.
Cuando se reencontró con Alberto se negó a creer en la magia. Sin embargo, el paso de los días y el hecho de caer en la trampa de querer interpretar las señales la habían conducido a dejarse arrastrar por ese pozo de misterio sin fondo que eran Alberto y sus ojos negros y llenos de miedos y ganas, en batalla constante. ¿Cuándo puede saber uno si está de verdad preparado para amar?
Marga abrió el cajón donde guardaba las medicinas y se levantó para desayunar, pero a mitad de pasillo se detuvo, entró a la cocina únicamente para coger un vaso de agua y se volvió a su habitación. Su estómago no iba a quejarse: llevaba días sin sentir una pizca de hambre.
Se tragó un par de pastillas y cerró los ojos, muy inmóvil, para evitarse en todo lo posible el dolor de cabeza. Sintió la ansiedad que le provocaba la necesidad de calma, y se tapó con las sábanas, deseando que ojalá algo tan simple pudiera curar también el frío por dentro.