jueves, 22 de septiembre de 2016

It's creation.

The opposite of war isn't peace. It's creation.
(Jonathan Larson)*


Desde hace más de una década, siempre que alguien me hace daño pienso en escribir. No obstante, con el paso de los años mis motivos han cambiado.

Hace tiempo, cada vez que alguien me hacía daño vertía mis lágrimas mientras tecleaba o arañaba el papel sin fin. En la mayoría de las veces era injusta conmigo, y sobredimensionaba la situación añadiéndole palabras de drama. Era mi desahogo más visceral.

Algunos años después, mi sufrimiento se volvió más frío, en parte lo cambié por la ira, y entonces el drama se convirtió en un afilado cuchillo con el que creía que diseccionaba a aquellos que me habían causado dolor. Tenía un componente de arrogancia, pero también de peligrosidad. Las palabras son mi arma y mi herramienta, siempre lo van a ser mientras siga teniendo consciencia, y sé perfectamente hasta qué punto puedo llegar con ellas. Soy capaz de tornarlas hierro candente en un par de segundos. Entonces era mi forma de aliviar el dolor profundo.

Sin embargo, últimamente -y entiéndase últimamente por hace más de dos o tres años-, cada vez que me siento herida por las acciones de otra persona, que escapan a mi control, pienso en escribir como catarsis. No me obceco en escribir sobre alguien o sobre mi sufrimiento, sino en crear. Simplemente crear como forma de purificar todas esas turbulencias que otros me han provocado. Pienso en otros personajes, en todos aquellos que se gestan dentro de mí, e insuflándoles vida poco a poco voy alcanzando una calma necesaria que me cura y me devuelve a la normalidad.

Cada vez que alguien me hace daño, pienso en escribir como vehículo para salir adelante. En la creación como forma de recuperar mi propio equilibrio. Si se me pasa por la cabeza la idea de desahogo o venganza, enseguida la desestimo porque me parece tiempo perdido de poder crear otras vidas, otros mundos, que tal vez alguna vez le hagan bien a alguien. Aparte de a mí misma. Entre la amargura o la invención, me quedo siempre con lo segundo.


*(Lo opuesto a la guerra no es la paz. Es la creación)

martes, 20 de septiembre de 2016

Sobre Alberto (I)

Fue la noche que lo vi versionar el Hallelujah, de Jeff Buckley. Habíamos acudido todos al bar para ver a Alberto tocar, pero la verdad es que yo nunca lo había escuchado como aquel día.

Con los primeros acordes se me despertaron las comisuras de los labios porque era una de mis canciones favoritas, y él lo sabía. Comencé a agradecérselo atendiendo con dulzura a su actuación cuando en las primeras frases estoy segura de que se me heló el rostro. Jamás lo había visto así. Ni escuchado. Ni... sentido. Yo no podía despegar los ojos de su figura encorvada sobre el micrófono mientras él acariciaba con cuidado su guitarra y yo iba sintiendo en mi estómago un fuego desconocido que me subía hasta el pecho para explotar en cientos de rayos eléctricos.

El primer hallelujah me puso los pelos de punta. De alguna manera, supe que algo había cambiado para mí.

Sin embargo, como si tuviera el cerebro dividido en dos, escuchaba una voz en mi cabeza que insistía en que era el Alberto de siempre, que si estaba idiota. Y yo la atendía perfectamente pero, a la vez, no podía dejar de mirarlo. Miraba su boca moviéndose, sus brazos sujetando la guitarra, su pie siguiendo el ritmo suavemente, su respiración agitada. 

En un momento de la canción, más o menos a la mitad, Alberto me atravesó con sus pupilas enmarcadas en gris y no las volvió a mover. Me miraba y yo notaba que comenzaba a brotar en mí un sentimiento incómodo de culpabilidad que tenía que ver con la chica que estaba sentada un par de mesas por delante de mí: su novia. Yo tampoco me moví.

Alberto siguió cantando mientras parecía que me cantaba, y sentí una paz que pocas veces he vuelto a conocer. A pesar de la tristeza implícita en el tema, su guitarra y su voz actuaban como un bálsamo que me estaba haciendo creer que todo iba a ir bien. Recuerdo que se me encharcó la mirada, y que todos se sorprendieron. Ni siquiera lloro con los dramones con los que llora todo el mundo. Pero esa noche sí lloré.

Cuando terminó de cantar me agité como cuando estás a punto de dormir y sueñas van a atropellarte, o a caer por un precipicio. De alguna forma, yo me había dejado caer ya en ese abismo. Y cuando el efecto se fue con la música, Alberto dedicó al público un tímido gracias y besó a su novia, que lo rehuyó, visiblemente molesta.

Se sentó a su lado y se volvió para brindar con nosotros. Cogí mi cerveza y entre los choques de las jarras y las copas de cristal nuestros ojos volvieron a encontrarse y me sonrió con esa sonrisa tan suya que lo hacía serio, misterioso y desafiante. 

Creo que ese fue el momento en el que todo empezó.

M.


martes, 13 de septiembre de 2016

¿De dónde viene esa costumbre de volcar nuestras inseguridades en otro sólo para no enfrentarlas? Cada vez que algún golpe que no me pertenece me erosiona, intento concentrarme en las cosas buenas, pero, a pesar de ello, mi espíritu queda impregnado de una fina película de decepción. De todas formas, al mismo tiempo que no quiero dejarme llevar por ninguna rabieta volcánica, procuro que cada paso cuente, y supongo que ese silencioso desencanto no hace más que dotarme de información adicional.

Nunca dejas de aprender, ni de conocer a las personas.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

"¿Puedo llevarme el que quiera?"

Hace unos días, en un taller de guión, escuché del ponente que un buen ejercicio era pensar en alguien cercano, "por ejemplo, tus padres", y discernir un par de imágenes que nos recordaran a ellos. Sin apenas pretenderlo, a mi mente acudió la estampa de una niña muy pequeña que observaba, absolutamente maravillada, el interior de la biblioteca de su barrio por primera vez asida a una mano de hierro.

Esa niña, obviamente, era yo y la mano que me sostenía era la suya. Me recuerdo rompiendo mi fascinado silencio con una sencilla pregunta:

- ¿Puedo llevarme el que quiera?
- La mayoría sí, hija, aunque hay algunos que no...

Y me perdí en ese laberinto de palabras y etiquetas de colores.

No estaría mintiendo si digo que es uno de los recuerdos más bellos que conservo de mi infancia. Y al pensar en mi padre, en una imagen que me una a él, acuden esas estanterías a mi cabeza veloces e inconfundibles.

Al igual que ocurre con mi madre, sé a ciencia cierta que él no es consciente de todas las cosas que me sigue enseñando. Y no sólo el amor por la literatura -devora libros cada semana y llena el piso de volúmenes sin preguntarse dónde vamos a meterlos-, sino también muchos otros aspectos que conforman mi carne y mi espíritu. Por desgracia no he heredado ni su pelo negro ni su piel morena, pues tiene una hija que ya tiene canas mientras su cabello se mantiene como el tizón, pero creciendo a su lado he aprendido a apreciar lo que se puede decir con un silencio y lo importante que es confiar en tu familia y su fe en mí me ha sostenido mientras observaba en silencio el camino que iba recorriendo sola, siempre alerta por si daba un giro equivocado.

Serán los años, los míos, y el estar lejos de casa, pero desde hace tiempo aprecio muchísimo más cosas tan cotidianas y mágicas como el sonido de sus manos pasando las hojas del periódico un sábado antes de comer o asomarme a su habitación para ver si se ha dormido encima de un libro y poder comentarlo entre risas con mi madre y mi hermano. La distancia a veces duele más, como en el día de hoy, que tiene un ligero toque gris porque no estoy con él. Te echo inevitablemente de menos.

Felicidades, papá.