jueves, 13 de octubre de 2016

Desobediencia.

La mayoría de las veces se nos olvida el respeto. O al menos el respeto real; nos gusta apelar a él cuando nos sentimos ofendidos pero muchas veces ni siquiera nos paramos a pensar si es una cuestión de respeto o no.

Ayer fue para muchos un día señalado, pero para la inmensa mayoría fue un día de no respetar la opinión contraria. Y hablo de todos. De los que, para empezar, sienten que por ser 12 de octubre pueden sacar la bandera de España y restregársela por los morros a todo aquel que no consideran o, ellos mismos, no se definen como patriotas. Y, para finalizar, los que, desde la orilla contraria, aprovecharon para criticar de manera más galopante a todos aquellos amigos del rojo-amarillo-azul o incluso a los aficionados a mirar al cielo para ver esos maravillosos aviones que hemos pagado todos.

Unos creían que tenían razón; los otros también. A mí, la verdad, es que me aburren todos. Pero con matices. Todos tenemos nuestra opinión, y es algo obvio. Para mí todos los días son iguales, un día concreto no va a suponer que me sienta más o menos española. Para mí la patria son los míos, la gente, y los sentimientos positivos que me provocan. Yo me siento de mi tierra y, a la vez, me avergüenzo abiertamente de un país en el que la pobreza aumenta mientas se bate el récord de españoles ricos, y no soy para nada amiga de paralizar las calles por cualquier tipo de procesión: ya sea religiosa o perteneciente al ejército, que para mí vienen a ser dos sectas que se mueven más o menos por los mismos patrones (los mercados y la fe de las personas). Para mí la tierra y mi país, con sus instituciones y sus representantes, son cosas muy diferentes.

Y, como en todo, es mi opinión. Me han llamado de todo, por supuesto, pero para mí no es una opción rebajarme al nivel de aquellos que rechazan el pensamiento crítico en pos de seguir al rebaño y pensar menos, porque así es más sencillo vivir. Que se rían a carcajadas haciendo chascarrillos sobre rojos y hippies; yo voy a estar igual de jodidamente feliz que siempre, con mis principios y mi ética.

Conforme más tiempo paso trabajando más valoro mis principios y mi dignidad. A veces, me quedo plantada en standby ante los desvaríos de mis superiores y, para mí, se subraya todavía más que somos iguales. Dos personas. Dos seres. El hecho de que tengamos que pagar un alquiler, una hipoteca, la compra, los caprichos... no legitima a nadie para faltarnos al respeto, vejarnos o sentirse nuestros dueños. Lamentablemente, sé que para muchos los principios no importan, y por eso los escucho reír los chistes de aquel que luego ponen a parir porque apenas les llega el sueldo a final de mes. 

Y lo respeto. De verdad. Entiendo que haya gente con prioridades diferentes. Que el dinero no significa lo mismo para muchos; algunos están dispuestos a vender su dignidad y parte de su vida por más de mil euros al mes. Me parece bien. Pero me parece todavía mejor reafirmarme, a cada día que pasa, en que primero estoy yo, mi persona, y luego mi alquiler y mis gastos. Mi integridad no depende de mi jefe; por suerte, sólo depende de mí. Lo mismo que el respeto. Aunque a veces no sea así, me gusta que me respeten, y por eso me gusta respetar.

Pero siempre sin perder de vista los límites. Mi código personal y mis ideas. Porque, cuando esté en las últimas y dé igual cuánto dinero tengo, al final... es lo único que me quedará.

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