jueves, 13 de octubre de 2016

Norte.

Esta lluvia me recuerda a Escocia. Pero es un falso reflejo: cuando estuvimos allí, no pudo hacer más sol. Los rayos picaban de verdad en Edimburgo y, aunque hubo una pequeña tregua neblinosa, en Glasgow fue más de lo mismo.

Me gustaron los escoceses. Igual que me gustaron las calles empedradas e inundadas de teatro de la capital de Escocia; sus cementerios forrados de colinas de verde brillante, sus cuestas llenas de perezosos, sus pubs escondidos en rincones oscuros y esas dos ciudades a diferentes alturas que echaban por tierra cualquier mapa. En esa cafetería en la última planta de una librería céntrica, mientras mis manos se calentaban con la taza de café, supe que volvería.

De la misma manera que volveré a Glasgow, a sus calles franqueadas por grandes edificios grises, a la cerveza artesana, los ritmos nocturnos y el olor a comida india. Todavía en Edimburgo, mientras un taxista nos llevaba a toda máquina a una obra de teatro a la que llegábamos tarde -una versión increíble de Dorian Gray-, nos advirtieron de que Glasgow era feísimo. Como todo el mundo. Pero nada más lejos de la realidad, aunque, todo sea cierto, mis acompañantes contribuyeron a llenarla de luz.

Echo de menos esos días en Reino Unido, cargando kilómetros a la espalda y llenándonos de música en la calle de The Cavern de Liverpool o de bosque en los senderos del Peak District. Esta lluvia de estos días en mi bonita Zaragoza me recuerda a ese norte tan verde y gris que volveré a visitar en apenas siete días.

El próximo viernes volveré a pisar las calles de Dublín. La capital de ese país que siempre ha sido mágico para mí y que por eso llevo siempre en la muñeca y que me hace sentirlo por Escocia e Inglaterra: Éire irá siempre en primer lugar. Me gusta la lluvia; en Irlanda, todavía más.

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